
La ilustración es de Tania Téllez
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Laguna no tenía un buen día. Siempre que había día de revista en el orfanato, ella prefería esperar en las cocinas. Sabía que no le podrían echar en cara ningún tipo de desorden porque se había acostumbrado a llevar encima sus pocas pertenencias: un peine, una fotografía, una pequeña radio y una navaja. Aun así, siempre le caía una bronca por parte de la supervisora por su desidia y por desatender a la cadena de mano. No le importaba lo más mínimo.
Ser huérfano siempre se ha vendido en la literatura como algo enigmático y casi mágico. No lo era para nada. Ella recordaba perfectamente a su familia. También recordaba el día en el que un trágico “accidente” le había llevado a la orfandad. Le faltaban un par de años para la mayoría de edad y su familia extensa era inexistente. Solo tenía a sus padres y la casa en la laguna, de ahí su sobrenombre. No pretendía olvidar sus orígenes. Tampoco admitiría jamás que ella también había muerto en ese accidente.
La santería es cosa sería. Los Yoruba eran deidades implacables y sus designios, inescrutables. Por eso a sus padres les sorprendió ver a Olokun, dios del mar en su estado más aterrador, en la puerta de su casa. Para muchos es hermafrodita, y vive encadenado en las profundidades del mar, donde en una cueva tiene su palacio rodeado de piedras preciosas y paredes de marfil. Fue encadenado al fondo del océano, cuando intentó matar a la humanidad con el diluvio. Siempre se le representa con careta, pero ahora parecía más bien un contable. Un contable aburrido.
—Vaya, ¿es la casa correcta?
Olokun miró hacía arriba, buscando algún número en la casa y volvió a consultar las notas. Sus padres se miraron extrañados, Laguna no supo si era por la situación en si o por la terrible voz nasal de la deidad. El aparente contable se llevó el dedo índice al mentón y se comenzó a dar pequeños golpecitos pensativos mientras pasaba las hojas de la instancia. Hizo un sonido de satisfacción cuando pareció encontrar lo que buscaba. Lo siguiente que recuerda Laguna estaba en negro.
Aún tenía pesadillas con el momento en el que despertó entre los restos de su casa. Pero Laguna tenía suerte de que apenas necesitaba dormir ahora. Lo primero que vio fue un brazo cercenado al lado del frigorífico reventado. Sentía un adormecimiento por todo el cuerpo y una ausencia preocupante del dolor. Lloró de pura confusión y vio como sus lágrimas viajaron hacía arriba, hacía el cielo nocturno antes cubierto por el techo de su casa en la laguna. Aún tardó unos minutos en descubrir que ese brazo cercenado le pertenecía. Pero no hubo duda alguna cuando lo reabsorbió. Sus padres simplemente no habían dejado ningún rastro.
La supervisora la descubrió en las cocinas.
—Señorita… eh…
—Laguna.
— Me niego a llamarla por motes estúpidos.
— Lo que tu veas.
— Vaya forma de hablarme, señorita… eh…
— Laguna.
— ¡Qué no pienso… ahhh!
— ¿Hay algún problema con mi dormitorio?
— No, hay un señor esperándola en la administración.
Laguna asintió confusa. ¿Quién podría estar esperándola? ¿Habría venido Olokun a terminar el trabajo? Laguna no estaba dispuesta a averiguarlo. En cuanto la supervisora salió de la cocina, Laguna abrió un umbral. Esta habilidad no había tardado en aprenderla. Usaba parte de su cuerpo para crear un pequeño charco en calma. Tenía una textura viscosa pero no se adhería a nada. Le permitía viajar allá donde quisiera siempre y cuando conociera el lugar. Fue tan estúpida que se conformó con transportarse al jardín del propio orfanato. Aunque esa decisión apresurada, realmente le salvó la vida.
Oyó los pasos pesados antes de verlo llegar. Laguna cogió unas ramas y se intentó ocultar. Puede sonar como una medida desesperada pero su cuerpo es capaz de transparentarse hasta volverse prácticamente invisible. Mientras las ramas se secaban, Laguna iba desapareciendo. Lleva un tiempo hacerlo, pero tuvo suficiente margen para mimetizarse.
El hombre era gigantesco. Tenía una musculatura similar a un gorila y se le adivinaba rápido y equilibrado. Aún así vio que tenía la cara llena de contusiones y heridas. Laguna vio como el gigante se sentaba en el suelo y comenzaba a comerse un arroz con leche mientras se frotaba los oídos. Comenzó a hablar sin mirarla.
— Sé que estás ahí, niña. Padezco gigantismo equilibrado esotérico. Me pitan los oídos cuando estoy cerca de algo extraordinario. Y tú lo eres, ¿verdad? Señorita…
— Laguna — dijo Laguna saliendo de su invisibilidad.
— Vaya, te la jugaron buena, ¿eh? Encantado, soy Moroc.
— …
— No te preocupes, te entiendo más de lo que te imaginas.
El gigante se llevó una mano al labio para intentar parar una leve hemorragia.
— ¿Qué te ha pasado?
— ¿Esto? — dijo Moroc señalándose la cara — Nada, me lo hizo una niña de unos doce años, aunque ella también se llevó lo suyo. Lástima que escapara.
— ¿Has venido a matarme?
— No, he venido a ofrecerte un trato.
— ¿Qué trato?
— Que te vengas conmigo. Entra dentro de mis planes intentar salvar el mundo, llevar una dieta saludable y… acabar con todo el panteón Yoruba. ¿te apuntas?
— Por supuesto, señor Moroc.
— Llámame Morrocotudo, Morrocotudo Johnson.
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