Rapto de una sirena

30-Catch

La ilustración es de Violeta.jpg, a quien podéis seguir en Instagram, Twitter, y en su página web.


 

A Adam se le había ocurrido un plan con el que iba a poder inscribir con letras de oro su nombre en la historia: pretendía conquistar Roma sin contar con el apoyo de ningún ejército.

Por aquel entonces Roma era una ciudad que estaba empezando a dar muestras de gran poder e influencia. Su ingeniosa estrategia consistía en tomar la ciudad utilizando como única arma una irresistible melodía de sumisión. Una melodía que tenía la cualidad excepcional de nublar la noción del tiempo y del espacio a cualquiera que la escuchase, causando una incapacidad absoluta para realizar cualquier otra cosa que no fuese abandonarse por completo a la experiencia de escuchar ese irresistible sonido por los siglos de los siglos; convirtiendo al incauto oyente, en definitiva, en una inofensiva brizna de paja a merced de la más suave brisa.

Pero para llevar a cabo su astuto plan necesitaba capturar una sirena, el único ser conocido capaz de producir un canto de tan extraordinarias características.

Mientras su patria, Cartago, estaba inmersa en una sucesión de interminables batallas contra Grecia por el control del Mediterráneo, Adam decidió que era el momento de materializar su idea. Conjugando el factor sorpresa, el ingenio y la osadía, pensaba encumbrarse con un triunfo sonado, y dejar en evidencia a todos los estrategas militares cartagineses que no habían contado con él para las campañas en marcha, despreciando su magnífico talento.

Reclutó a unos pocos hombres, equiparon una modesta embarcación pesquera y partieron hacia el otro lado del mar, rumbo al amenazante archipiélago donde los aventureros y cronistas de la época habían situado la morada de las sirenas. Un rincón que estaba marcado en los mapas con toda clase de señales de alerta, ya que se consideraba que navegar aquellas aguas no podía traer nada bueno.

Nada se había dejado a la improvisación. Adam y su reducido grupo de hombres llevaban los oídos taponados para evitar escuchar el peligroso canto de la sirena. Tan solo uno de ellos, el joven Paltibaal, tenía los oídos descubiertos. Su cometido era detectar la procedencia de los cantos en cuanto los percibiese ya que, según se conocía, quien escuchaba esa hipnótica melodía experimentaba la impelente necesidad de aproximarse tanto como le fuese posible al origen del sonido. Por precaución, iba atado con una correa al mástil del barco. El resto de la tripulación estaban preparados para, llegado el momento, orientar las labores de captura en función del comportamiento que Paltibaal exhibiese. Incluso habían ideado un lenguaje de signos para comunicarse de forma eficaz durante la travesía.

Tras un día de singladura entraron en aguas del mar Tirreno. Y a la mañana del tercer día vieron como Paaltibal casi se arrojaba por la borda. Por suerte para él, la cuerda que lo unía al mástil lo mantuvo en cubierta. Esa era la clase de señal que estaban esperando. Adam ordenó lanzar las redes al mar, y dio comienzo la faena. Gracias al ansioso afán de Paaltibal por escuchar los cantos consiguieron avistar varias posibles presas. Sin embargo, cada vez que se veían acorraladas, las criaturas mostraban una gran habilidad para escabullirse de sus captores. Finalmente, tras horas de búsquedas y persecuciones, consiguieron realizar una captura.

Era un espécimen admirable, de voluptuosa belleza y mirada penetrante. Su voz, lógicamente, no se permitieron escucharla. Ni siquiera a Paaltibal, a quien Adam le taponó los oídos nada más realizar la captura, puesto que ya no era necesario correr el riesgo de que alguien se quedase prendado de tan absorbente canto. Pero como se resistía a que lo rescatasen del sonoro edén en el que había permanecido hasta ese momento, tuvieron también que maniatarlo. Con la primera parte del plan ya resuelta, alcanzaron la desembocadura del Tíber al día siguiente y, remontando el curso del río, llegaron a la orilla de Roma.

Adam desembarcó, y comenzó a caminar por las calles mientras imaginaba cómo se irían postrando a su paso los habitantes de aquel lugar, incapaces de resistirse al canto que, desde el río, se estaba propagando a toda la ciudad.

Pero lo que se encontró allí no era lo que esperaba. Apenas se veía gente en aquella ciudad, que parecía semi-desierta. Daba la impresión de que un tornado hubiese atravesado el lugar. Los edificios estaban desvalijados, las casas saqueadas. Se fue encontrando con algunas personas, pero no eran romanos. Parecían bárbaros llegados del norte. Yacían en rincones, algunos borrachos, otros empachados. Movían la cabeza a uno y otro lado, como intentando entender de dónde procedía aquel sonido que llegaba a sus oídos. Pero la mayoría a penas si podían moverse. El subyugante canto de sirena no tenía efecto en aquellas mentes atarugadas y sus cuerpos consumidos por el exceso.

Con el paso de las horas Adam fue descubriendo lo que había pasado. Tan solo unos días antes, un ejército de galos senones, al mando de un tal Breno, había tomado la ciudad. Prácticamente todos los romanos habían tenido que huir. Los galos se habían llevado los tesoros de Roma. Se le habían adelantado y le habían pisado el plan. Para Adam ya no había triunfo posible. No quedaba allí nada por conquistar. Lamentaba especialmente, además, que los galos hubiesen triunfado mediante los toscos métodos de siempre, a base de fuerza y bilis guerrera. Ni su elegante estrategia, ni su osadía, ni su fino ingenio. Nada de eso iba a quedar en el recuerdo de nadie, porque nunca se llegó a plasmar.

Derrotado, regresó al barco y pusieron rumbo a Cartago. Pero para Adam no tenía sentido volver. Regresar sin un triunfo que arrojar a la cara de aquellos estirados generales, a quienes odiaba y envidiaba a partes iguales, suponía para él una vergüenza insoportable. El resto del grupo se disputaba la propiedad de la sirena, enzarzándose en mudas broncas que iban subiendo en intensidad a medida que se acercaban a puerto. Estaban decepcionados porque no habían podido hacerse con nada de valor en su fallida conquista, y ahora nadie quería volver a casa con las manos vacías. Adam contemplaba a un lado la pelea, y al otro la sirena, envuelta en las redes, poseedora de un poder magnífico y fulminante. El hecho de no haber podido presenciar lo que en su mente había concebido, ese temible poder desatado y en acción, lo estaba atormentando. Y decidió que tenía derecho a concederse el lujo de experimentarlo, aunque fuese lo último que hiciese.

En un rapto de ira, se acercó rápidamente al corrillo que habían formado los otros, que ya habían desenfundado sus navajas para dirimir sus diferencias, y les quitó a todos los tapones de los oídos. Quedaron petrificados al momento. Su atención pasó a centrarse exclusivamente en la sirena, que había comenzado a cantar. Adam cortó las redes, y la criatura aprovechó para saltar al agua. Todos fueron tras de ella.

Adam se deshizo entonces de sus propios tapones, y comenzó a escuchar una tenue melodía que lo transportó a una dimensión fuera de la realidad, donde no importaban las guerras, ni los triunfos, ni las derrotas. Se olvidó de todo y se lanzó al agua tratando de perseguir ese sonido embriagador. Imbuido de un excelso goce, se dejó caer a las profundidades, reuniéndose con Paltibaal y los demás. Y allí abajo, sin tener demasiada consciencia de ello, murieron ahogados a los pocos minutos. El barco, ya vacío, siguió su rumbo hasta que se estrelló contra el puerto comercial de Cartago, para gran sorpresa de los cartagineses que allí se encontraban.

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