Naturaleza muerta – Morrocotudo V


La ilustración es de Beatriz Rebollo

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Laguna trató de contener su respiración acelerada. Tenía gracia que aún tuviera ese impulso de tomar aire a pesar de que no lo necesitara. ¿Qué había sido eso? ¿Había sentido algo al cruzar la mirada con Ofelia? Era como una… como una pasión carnívora. Laguna tuvo un escalofrío real, al menos eso si que podía hacerlo.

— Chicos, nos vamos. Recogemos lo que nos sea de utilidad y rápido.


Los hombres armados hasta los dientes se pusieron a ello con presteza. A pesar de la menuda figura de Laguna, sus subordinados guardaban el respeto que solo las experiencias vividas otorgaban. Teseo se quedó mirando por la ventana que él mismo había reventado al embestir a Ofelia. El minotauro no estaba nada feliz.

— Laguna, yo…

— No te preocupes. Ofelia puede sobrevivir a eso y a mucho más.

— Ya, ya… no es eso. Pensé que Morrocotudo estaría aquí.

— Yo también, Teseo. No te preocupes, sabe arreglárselas él solo.

Morrocotudo estaba totalmente indefenso. A pesar de su gigantismo holístico equilibrado, era susceptible a los calmantes de elefante como cualquier hijo de vecino. Estaba tendido en el suelo, con el sonido del gotero constante. No había cama que sostuviera su envergadura lo que hacía que, el Dr. Renoir, se preguntara como diablos dormía Morrocotudo en su día a día.

Lo miraba con la calma del ilustrado. Tomando medidas y formando hipótesis a la vez que rumiaba hechos estudiados de ramas tan diversas como la astrofísica o la botánica. El Dr. Renoir era un poco idiota. Era de esa clase de imbécil relamido y altivo que ya había sobrepasado el hecho de mirarte por encima del hombro para, simplemente, no mirarte. No se puede negar que el doctor tenía una mente privilegiada: en parte por su predisposición genética, arduas jornadas de estudio y cierto coqueteo con las artes arcanas. Esto trajo como consecuencia, además de su comportamiento de cretino, una salud quebradiza y endeble. Hoy, eso, tenía que cambiar.

Ya había desechado el bisturí, la sierra y el taladro. Parecía que la piel de Morrocotudo era fácil de cortar, pero no de penetrar. El señor Renoir recurrió a un ancestral hechizo que le vendió una bruja experta en cocina para poder desangrarlo completamente. Llenó los cinco litros de la máquina de diálisis modificada y algunos litros más. Solo se atrevió con una minúscula gota del líquido y el resultado fue instantáneo. Con un estertor, el doctor se agarró a una camilla con uno de sus experimentos fallidos. Thor no aguantó ni medio asalto, pero esta vez… esta vez si que estaba funcionando. Renoir babeaba entre jadeos mientras su musculatura se desarrollaba de manera abrupta y caprichosa. Hasta llegar al perfecto equilibrio físico.

El doctor sentía sus tendones como cables de puentes, la flexibilidad de la mismísima agua y la dureza del meteorito. No le costó cargar la sangre restante y abandonar con poderosos pasos aquella morgue con luz mortecina y oscilante, dejando sus fechorías como un bodegón carente de gusto. Si se hubiera detenido a contemplar su reflejo, le habría sorprendido saber que ahora… tenía la misma cara que Morrocotudo Johnson.

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