Morrocotudo Johnson


La ilustración es de Caro Waro

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El golpe le hizo volar y romper una imagen centenaria de algún santo tristón. Moroc Johnson no tenía un buen día.

Podemos decir que todo comenzó en unas aguas termales niponas. Moroc disfrutaba de un relajarte baño cuando comenzaron a pitarle los oídos. No puso la característica cara de molestia que hubiéramos hecho cualquiera ni tampoco hizo el clásico chascarrillo de que seguramente alguien estaría hablando mal de él. Ya sabía que había mucha gente hablando mal de él. Simplemente resopló con fastidio, se contuvo de hacerle una reverencia al kappa, se hizo con una toalla y salió tal cual a la calle. Ni siquiera la policía lo intentó detener por tan escandalosa escasez de vestimenta. Moroc padecía gigantismo equilibrado esotérico, lo que le daba una corpulencia notable y ciertas habilidades que se podrían catalogar como holísticas. Le bautizaron con sobrenombre de Morrocotudo Johnson, cosa graciosa porque el bautismo lo hicieron la tribu de los sin lengua… es bastante inquietante ver reír a una panda de vejestorios con la lengua cercenada por propia voluntad.

El lugar parecía, a simple vista, una catedral del siglo XV. Le estaban esperando en la puerta sus torturadores particulares. El grupúsculo de despojos humanos más infames de este mundo y algunos más… cómo los había echado de menos. Siempre era un placer compartir alguna que otra cerveza de jengibre y ambrosía con ellos o incluso una buena pelea, pero odiaba que lo molestaran en sus vacaciones. Repitió esa misma queja en voz alta, incluido lo de la cerveza, mientras Laguna cerraba el umbral a su espalda.

—No te habríamos molestado si no fuera algo importante.

—Me da bastante igual. Por cierto, Bobo os manda saludos.

—¿Estabas con Bobo?

—Si, y estaba a punto de soltarme algo importante antes de que me incordiarais.

—Pero, ¿Bobo el kappa?

—No, Bobo el bardo… ¡Pues claro que el kappa! No sé como podéis apañaros sin mí, porque yo…

—Morrocotudo, la tienen ahí dentro.

Moroc notó como las mariposas aleteaban en su estómago. Hacía tiempo que se las habían implantado y aún no se acostumbraba a esa sensación. Se puso algo de ropa en silencio y entró a la catedral. Nadie le acompañó porque sabían que tenía que hacerlo solo.

Los de la secta Pavesa son un maldito incordio. No solo son unos fervientes creyentes de caras deformadas por su sobreexpresión inquietante, sino que el control sobre la ceniza siempre hace que te tengas que dar varias duchas cuando acabas con ellos. Cuando Morrocotudo reventó la estatua con su corpulencia, no le molestaron los cortes ni contusiones, simplemente se alegró de no haber traído sus mejores galas.

La vio mientras se sacudía toda aquella porquería. Parecía calmada pero Morrocotudo sabía que era algo engañoso, nunca se le había dado bien controlar los músculos faciales. Los sectarios de la ceniza no sabían lo que tenían entre manos.

—¡Eh! ¡Cenicientos!

Los sectarios se giraron hacía él con un movimiento esperpéntico. Moroc podía ver sus ojos brillar como ascuas ahogándose y, tras un silencio frenético, se lanzaron en jauría.

Es apropiado denominarlo jauría porque los pavesa suelen morder para desgarrar, aunque a veces gustan más de manipular la ceniza de sus propios cuerpos como arma arrojadiza contundente. Morrocotudo ya no se dejaría sorprender. Sabía que lo importante es golpear con fiereza en el pecho para deshacerlos en nubes grises. Y así se fue acercando.

—¡Impío! ¡No te llevaras a nuestra advenediza! Su labor aún guarda derroteros que…*pof*

—Que no es vuestra mesías, imbécil.

El círculo se cerraba en torno a Moroc mientras ella lo miraba tan inexpresiva como siempre. Nadie se atrevía a lanzarse contra él e interrumpir ese momento.

—Te he echado de menos.

—¡Ahhhhhhhhhhhhhhh!

—Ja ja ja ja, no has perdido tu toque.

Morrocotudo hizo el gesto de coger a la pequeña por debajo de las axilas para auparla.  El cuerpo de la niña se quedó en el sitio y se deshizo en un montón de plantas. En los brazos de Moroc, había una joven djinn espectral y azulada.

—Espero que hayas aprendido a no introducirte en seres vivos, se te dan fatal controlarlos. ¿Qué pretendías?

—Es que le rompí la radio a Laguna.

—Uf, eso es bastante grave. Tendrás que decírselo tu misma, yo no me atrevo.

—Pero Morrocotudo, fue sin querer…

—Bueno, yo te perdono, pero Laguna no sé… ¿Qué te parece si nos vamos a por unos helados y se lo decimos entre los dos?

—Me encantaría.

—Suena a un plan. En fin… ¡cenicientos! Un placer, como siempre.

Morrocotudo salió por la puerta de la catedral sin que nadie les molestara. Había recuperado a la pequeña djinn que ahora si era capaz de sonreír como es debido.

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