No me olvides

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La ilustración es de Carlos Gallego, a quien podéis seguir en Instagram, y en su página web.


En aquella casa, el momento que llegaba tras la cena era considerado un tiempo dedicado al silencio. Se reservaba para la lectura, o para cualquier otra actividad que se pudiese desarrollar de forma no ruidosa. Habían adoptado esa norma hacía unos años, a sugerencia de Ágata, y esos treinta minutos de calma se habían respetado cada día desde entonces. Lisandra ocupó uno de los cómodos sofás de la sala y contempló, complacida, la estampa familiar. Frente a ella, su hija leía un manual acerca de la organización eficiente del tiempo. Reconoció en cierto modo su propia influencia en la elección de ese título. Desde pequeña siempre le había enseñado a ser alguien práctica, con los pies en el suelo. A su lado, su nieta leía un cómic. Y eso era algo que ya se escapaba más a su dominio. Por lo que había podido entrever mientras pasaba las páginas, unos personajes vestidos con extravagantes uniformes hacían fabulosas demostraciones de todo tipo de poderes, pero no parecía que eso les sirviese para solucionar nada. Daba la impresión de que estuviesen peleándose todo el rato. Desde luego, ese no era un tipo de fantasía que satisficiese demasiado a Lisandra.

Pero no fue el contenido de aquellas páginas lo que llamó su atención. Lo que activó una alarma ensordecedora en su cabeza fue el hecho de que las páginas se estaban pasando sin que su nieta las tocase. Al principio pensó que había sido impresión suya, o que quizá una corriente de aire había provocado ese efecto. Pero al comprobar que era algo que se repetía una vez tras otra, y siempre cuando su nieta necesitaba pasar la página para continuar la lectura, una preocupación se instaló en su mente. Siempre había pensado que no iba a tener que preocuparse de nuevo por algo así, pero la realidad, una vez más, le había pasado por encima. Dadas las circunstancias, decidió que tenía que actuar de inmediato. No le quedaba otra salida que hacer algo que se había prometido no hacer jamás.

—Voy a salir un momento, necesito tomar un poco el aire —dijo Lisandra.

—Pero ya es tarde mamá, hará frío —dijo Ágata, desviando durante un instante la atención del libro que sostenía.

—No te preocupes, solo será un rato.

Lisandra dejó a su familia en la sala y salió al exterior. Caminó escaleras abajo hasta alcanzar el patio, y rodeó la casa para llegar al jardín de la parte trasera. Allí se acercó al lugar donde crecían unas nomeolvides. El delicado resplandor de la luna llena envolvía sus pétalos azules. Lisandra inspiró profundamente. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se encontró en una situación similar, pero el recuerdo había resistido nítido en su memoria. Finalmente, pronunció las palabras clave.

—Madre, ilumíname, yo te escucho.

De los pétalos de las nomeolvides comenzó a elevarse una brumosa luminosidad que, en cuestión de segundos, conformó la imagen de un rostro de mujer. El rostro la miró y, tras un momento de duda, esbozó una expresión de sorpresa.

—¡Lisandra! ¿Eres tú? Pero, estás demasiado… Casi no te reconozco. ¿Cuántos años han pasado?

—Sesenta y dos.

No necesitó hacer el cálculo. Había llevado la cuenta exacta de cada día. Cualquiera que fuese el momento en que le hubiese hecho esa pregunta, hubiera dado siempre, sin vacilar, la respuesta exacta.

—¿Y no me has invocado ni una sola vez en todo ese tiempo?

—Tenía diez años cuando te apareciste por primera vez, madre, un día después de tu muerte, y solo para echarme aquella losa encima. No es que me traiga muy buenos recuerdos esta forma de —hizo una pausa para tratar de encontrar la palabra apropiada, pero finalmente desistió y dijo lo primero que acudió a sus labios—, de comunicarse.

—Hija, nunca pretendí que fuese una losa, se trata de tu “herencia”. Pensé que no estaba bien que continuaras tu vida sin que supieses lo que eres en realidad, lo que hay en ti.

—¿Herencia? Más bien lo llamaría maldición. ¿Acaso te hubiese gustado que acabase como tú, muriendo en una prisión, sola y repudiada? Yo elegí vivir, madre. No he dedicado un solo minuto de mi vida a la brujería. Nadie me ha podido acusar de eso jamás.

—Dime entonces, ¿por qué recurres a mí ahora, si nunca has querido saber nada más acerca de lo que somos?

—Es por mi nieta. Sospecho que de alguna manera conoce el poder que alberga en su interior; su “herencia”, como tú lo llamas.

—Un momento, ¿pero tienes una nieta? En fin, no sé por qué me sorprendo, sesenta y dos años de silencio son demasiados como para pretender estar al día de todos estos asuntos.

—Por favor, madre. Tiene trece años. No quiero que sufra por culpa de esto. No quiero que nadie la ataque, o la denuncie. Yo lo evité, y he conseguido proteger a mi hija de la misma amenaza. Pero ahora temo por mi nieta.

—¿Y cómo es que por tu hija no temes? Inevitablemente todas compartís la misma herencia.

—Mi hija no sabe nada. Me he preocupado de inculcarle una educación útil, y he tenido éxito llevándola por el buen camino, lejos de cualquier cosa que tuviese que ver con hechizos y conjuraciones. Pero a mi nieta no la tengo siempre conmigo, no he podido conducirla como me hubiese gustado. Creo que con ella necesito una ayuda extra.

—¿Y me has llamado a mí para que te ayude?

—Quiero saber si hay alguna manera de anular sus poderes de bruja. Pero sin causarle ningún daño, por supuesto.

—¿Cómo se llaman?

—¿Mi nieta? Francis. Francisca, en realidad. Y mi hija, Ágata.

El rostro de su madre se contrajo durante unos instantes. Lisandra creyó percibir el rastro de una lágrima descendiendo por su mejilla. Pero era difícil asegurarlo, dado lo irregular y vaporosa que era su imagen.

—Hay maneras de anular el poder de una bruja. Pero no es fácil, requiere experiencia. Si has estado sin ejercitarte durante todo este tiempo, dudo que seas capaz de lograrlo. Sobretodo si, como dices, ella ya sabe utilizar alguna clase de poder.

—Yo era poco más joven que ella cuando me revelaste mi herencia. Y pude renunciar a tiempo.

—No es lo mismo, hija. En este caso creo que ella te lleva ya demasiada ventaja.

—¿Cómo puedes tener la certeza? No la conoces.

—¿Estás segura? ¿Acaso no es la niña que nos está espiando desde esa esquina?

Lisandra sintió que el corazón le daba un vuelco. Con un rápido giro, se volvió a tiempo de ver cómo la cabeza de Francis, que asomaba tras el muro de la casa, desaparecía sin que diese tiempo a mediar palabra. El sonido de los rápidos pasos de la niña, tomando el camino de vuelta a casa en la silenciosa noche, llegó nítido a oídos de Lisandra.

—Estupendo —dijo Lisandra— ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? ¿Por qué no me advertiste?

—No lo sé, Lisandra. Desconozco casi todo acerca de ti y de tu familia.

Lisandra lanzó una mirada de reproche a su madre, pero desistió de alargar más aquella conversación. Quizá había cometido un error. Su preocupación ahora era lo que Francis fuese a pensar, o a hacer, tras haberla visto allí.

—Debo irme, no quiero empeorar más la situación.

—¿Volveremos a hablar, hija? Creo que debes reconsiderar todo esto.

—No lo sé.

Lisandra se apartó de las nomeolvides y siguió los pasos de su nieta. A su espalda, el rostro de su madre se desvaneció lentamente, como el humo de una vela al apagarse.

Durante el corto trayecto de vuelta a la casa, que Lisandra trató de ralentizar tanto como pudo mientras pensaba qué hacer, las ideas comenzaron a atropellarse en su mente. Un par de hipótesis emergieron de ese caos. Si conocía bien a su nieta, sabía que se iba a callar esa conversación que había espiado entre ella y su madre. Al menos, mientras no tuviese tiempo de digerirla. En ese sentido, ambas eran bastante parecidas, y ni el sentido de la discreción ni la inteligencia eran dos cualidades de las que anduviesen escasas. Pero, por otro lado, tenía la certeza de que su nieta no iba a olvidarse de lo que llevaba adentro. Al contrario, si era poco probable que fuese a renunciar a su “herencia” antes, ahora lo iba a ser mucho menos.

No le gustaba la situación. Eran dos brujas inexpertas, tratando de recorrer caminos opuestos, a pesar de estar en cierto modo ligadas entre sí. Y lo que más preocupaba a Lisandra no era quién de las dos iba a ser capaz de avanzar más en cada uno de esos dispares caminos. Estaba empezando a asumir que su nieta era quien tenía las de ganar. Lo que más preocupaba a Lisandra era que fuese demasiado pronto para su nieta. El mundo había cambiado. No era el mismo que cuando Lisandra fue consciente por primera vez de su condición excepcional. Pero, ¿habría cambiado tanto como para aceptar hoy a quienes ayer habían sido perseguidas y denostadas?

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