Cascabel maduro

María Ponce

 

Érase una vez una ciudad como otra cualquiera, en concreto, un barrio residencial como otro cualquiera. Casas elegantes a ambos lados de la calle, con vallas de madera azafranada, caminos de piedras puestas meticulosamente y un chaval paseando en bici por el cocinado asfalto mientras lanzaba periódicos. Pero todo el mundo sabe que cuando empiezas  con un “érase una vez” y partes de la normalidad, algo está a punto de ocurrir.

Caminando al galope, un señor lleno de cascabeles cabalgaba por mitad de la calle. El estruendo era obvio e irritante pero, pese a ello, no había vecinos curiosos intrigados por el ruido, ni ladridos de perro y tampoco varias patrullas de policías apuntando con sus pistolas a aquel tipo raro.

Además de las docenas de cascabeles, llevaba unas gafas de aviador, una barba despeinada, un dedal y una gran bolsa de tela negra. Con sorprendente agilidad, aquel tipo que hacía el mismo ruido que una manada de gatos furiosos, se coló en el patio trasero de una vivienda y espolsó su gran saco de tela negra antes de entrar a la casa y comenzar el hurto: unas pilas gastadas, una peonza sin la cuerda, un botón huérfano, un marco aún con la fotografía de muestra y una horrible estatuilla de porcelana de un delfín en pleno salto que brillaba de forma barata. Tengo que decir que mientras todo esto ocurría, una pareja de mediana edad…una pareja cualquiera, miraba soporíferamente la televisión, ¿No os parece increíble que no oyeran los malditos cascabeles?

Aquel tipo extraño siguió por la planta de arriba: un oso de peluche al que le faltaba un ojo, un reloj de plástico parado, un reproductor de VHS, un boli sin tinta y unos calcetines particularmente feos.  Con la bolsa de tela negra repleta, donde la cacharrería sonaba, bajó los escalones con cuidado de no hacer crujir la madera pero sin miedo a que cada paso sonaran los cascabeles.

Una vez fuera, volvió a espolsar la bolsa negra y todo su contenido pareció desaparecer sin mucha ceremonia, la dobló cuidadosamente y apoyó la punta de su pie derecho con intención de acometer con la siguiente vivienda.  Sin embargo, por primera vez, miro a la pareja de mediana edad a la que acaba de robar. Sonrío de manera recóndita y se arrancó uno de los cascabeles de sus vestiduras el cual enterró en el patio trasero de la casa.

Comenzó a rodear el hoyo ya tapado de tierra removida y a mover primero un hombro y luego otro…primero un hombro y luego el otro. Sus pies comenzaron a entenderse entre sí, mientras un frenesí se apoderaba de su cuerpo y un canto gutural empujaba su laringe…y se desparramó lo que podía ser un baile tribal o romalí alrededor de la tumba del cascabel.

Una vez terminado y con dos gotas de sudor compitiendo en su frente por caer, el tipo raro dio dos saltos haciendo resonar todos los cascabeles en señal de aprobación y se marchó.

El cascabel solo tardó el tiempo de reposo de un té en enraizar y en crecer hasta que una mata asomó. Se desarrolló hasta ser un árbol, maduró hasta dar frutos y se secó. En el regazo del árbol un muchacho con mirada pícara miraba a la pareja madura, a una pareja cualquiera.

Y como el cuco, el duende de las cosas inútiles…que nos libera de que lo inservible nos inunde mientras despacha a los males con sus cascabeles, coló a su retoño en el seno acogedor de una familia desprevenida.

Arte de: María Ponce
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