Las seis islas del mar del Viento, formaban, si se veían desde arriba, el rostro del viejo pirata Clarence.
Al menos eso decía la leyenda, ya que Clarence, escondió allí el botín más grande de toda su exitosa carrera como saqueador. Y para que nadie pudiese hallar nunca la manera de hacerse con él, excavó unas cuantas cuevas a lo largo de todas la islas, haciendo que, a vista de pájaro, simulasen su propio rostro enfurecido. Y además lo llenó todo con las peores trampas y maldiciones.
En su lecho de muerte, rodeado de los mejores bribones de todos los mares, soltó sus dos últimos versos a modo de última voluntad: “Solo alguien de mi legado y que de verdad lo merezca, podrá conseguir el tesoro anhelado y salir de una pieza”.
Al día siguiente partieron seis barcos hacia las seis islas, llenos de piratas que se habían hecho los sordos ante las advertencias de Clarence. Unos ardieron, otros se ahogaron, a uno lo convirtieron en una gallina coja y otro, el único con la fortuna suficiente como para ver el tesoro, se quedó ciego al instante justo antes de convertirse en polvo.
Así que empezaron a tomarse en serio las últimas palabras de Clarence y se fueron a Ristoli a buscar a su único hijo conocido. Alfredo Louis Clarence había abandonado la piratería con apenas siete años y su padre se había convertido en el modelo perfecto de todo lo que no había que hacer. Por eso se había convertido en un hombre de bien, estuvo siete años en el seminario y nada más salir fue nombrado párroco en uno de los barrios más populosos de Ristoli.
Jack Malapata y Julius Pataquebrada no paraban de lamentarse porque, por mucho que tratasen de convencer a aquel sacerdote estirado, seguro que no era “merecedor” del tesoro de su padre, así que ya no había remedio, el tesoro del pirata Clarence se había perdido para siempre. Hasta que Jack y Julius recordaron una cosa.
Cerca del mar de Irlanda, había un pequeño pueblo en el que siempre hacían escala. Era un pueblo frío, entre las montañas y sin apenas espacio para albergar más que un par de barcos. Sin embargo, todos los años, rondando el 13 de Agosto, el pirata Clarence, ordenaba conducir allí su navío. Nadie en la tripulación sabía muy bien los motivos del capitán, y el último que osó preguntar terminó con su lengua clavada a un barril.
Recordaron Malapata y Pataquebrada que cierta noche de borrachera, mientras volvían dando tumbos, vieron al capitán besándose de manera apasionada con una mujer pelirroja. Al momento se miraron y se dieron cuenta de que podían haber encontrado la solución que buscaban.
Nada más llegar a Rockelsbury, la gente empezó a desconfiar. Nadie quiere a piratas en su puerto y menos a unos que no paran de hacer preguntas. Julius y Jack lo intentaron por todas partes, interrogaron al mesonero, a la mujer de la posada, a tres campesinos y hasta fueron puerta por puerta, pero nadie les decía nada. La mujer a la que buscaban había desaparecido.
Llegando al barco, ya entrada la noche, y con varias cervezas encima, vieron como alguien cubierto por unas telas se colaba en la bodega del barco. Apuraron el paso, desenfundaron sus sables y Jack pegó un grito:
-¿Quién anda ahí? ¡Déjate ver! ¡acabas de cometer el peor error de tu vida!
El polizonte echó a correr sin sentido tratando de librarse, pero tropezó y quedó tendido en el suelo.
-¡Muéstrate!- le gritó Pataquebrada con muy mala leche.
Y al quitarse aquellos andrajos la vieron al fin. Una muchacha pelirroja, de larga melena y muy temblorosa.
-Lo…lo siento…me…me…me dijeron que un tal Malapata buscaba algún hijo del pirata…
Julius y Jack se quedaron boquiabiertos, aquellos ojos, la melena, el diente partido igual que el del viejo Clarence y sobre todo, sobre todo, hablaba en verso. Jack se acercó hasta la chica, le palpó la cara y la olfateó. Julius se fijó en sus manos, en sus piernas, tenía que ser ella.
-¿De quién eres hija, cuál es tu nombre? – dijo con un hilo de voz.
-Soy Anne, la hija bastarda de un capitán.
Julius y Jack se miraron y ya no necesitaron más. Ya tenían a la chica, ahora solo tenían que hacerla merecedora de la herencia del pirata Clarence.
Y así fue pasando el tiempo, enseñaron a aquella chiquilla remilgada a robar y a estafar, a pelear y a maldecir. Aprendió a hacer trampas con los dados, a beber con los más bravos y a sacar provecho de todos sus encantos. En apenas dos años, Anne Bonny, la hija de una amante perdida del pirata Clarence, pasó a ser la mujer más respetada de todo el mar de Irlanda.
Pataquebrada y Malapata estaban muy orgullosos de ella, y le repetían todos los días, que su padre la hubiese despreciado tanto como a cualquier otro pirata y eso les llenaba los ojos de lágrimas. Ambos se hacían mayores y cuando Anne cumplió veinte años le entregaron al fin, aquello que durante tanto tiempo le habían prometido, el mapa de las seis islas del mar del Viento, la manera de llegar hasta el tesoro de su padre.
Anne recogió el viejo papel y miró a sus dos mentores con cariño:
-Nunca habéis entendido aquello que mi padre hizo – entre su sonrisa destacaba el diente roto.
-¿Qué quieres decir Anne? – dijo con algo de esfuerzo el viejo Jack.
Anne se acercó a ellos y besó a cada uno en la mejilla. Al momento salió corriendo hasta la cubierta del barco, se encaramó del mástil principal, se abrió la camisa dejando un pecho a la vista y se puso a reír y a gritar:
-¡El tesoro del pirata Clarence no son sus monedas! ¡su único legado es que disfrutes mientras puedas!
Y así se carcajeaba Anne Bonny, con la bandera negra a su espalda mientras el resto de la tripulación, Julius y Jack incluidos, comprendían al fin que el pirata Clarence les había dejado la mayor riqueza de todas: la libertad de seguir siendo quienes eran.
Arte de: Pablo Ballesteros
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