No sé qué edad tendría, pero recuerdo la conversación como si fuese ayer. Mi abuelo había muerto en Gravelinas, decorando el pasto francés con su sangre y sus recuerdos…madre intentó ser delicada con mi niñez y no pude más que reprenderla años más tarde.
“Tu abuelo estará ausente” decía. Yo le imaginaba con su titánica figura y su perfil toledano recortado entre el polvo levantado por los prestos jinetes, segando las yermas yugulares a siniestro y diestro. Sin embargo, no quise imaginarle con la lengua flácida por falta de palabras y un corazón batido por la fatalidad. “Ausente” es un adjetivo impreciso y vago en su ubicuidad. Esa fue la primera vez que sentí la escarcha de la muerte en mis tripas.
Cualquiera se hubiera achantado y encogido. Pero la escarcha fue sustituida por la bilis hirviente al tiempo, y llegó la reprimenda a madre. “Os tomasteis la molestia de concebirme y darme a luz, de criarme y alimentar, de vestirme…y darme un hogar donde habita el frío…y lo que me espera es que el cuerpo se me rompa y que se me apague, debo sufrir y ¿luego morir?” Me negaba a aceptar ese acuerdo contractual.
Una única imagen decoraba el salón, la única que se me tomó y la única que mis padres conocieron. Quiero pensar que esa última medio sonrisa, de la que me dotó el artista, fue una licencia creativa.
La primera vez que me reí de la muerte fue en plena calle. Mi cuerpo maltratado por los elementos y por la carencia, se mantuvo firme cuando un tipo con un traje de tres piezas me sonrío y me acunó. Me meció y noté el ronroneo de sus tripas hasta que me dormí. Desperté confuso, una resaca mal llevada me azotaba los ojos, los oídos y los pulmones; y vi en mi mano una gota de sangre reseca, como si hubiera sido hecha por un alfiler. Nunca supe qué ocurrió exactamente, solo noté que mi cuerpo volvía a ser vigoroso y mis ánimos, explosivos.
Desde entonces escribo para no olvidar todo lo que ha acontecido, haciendo un puzzle que nunca encaja. He conocido y desconocido lugares y personas. He anhelado, amado y odiado, pero sobre todo me he preguntado. El tiempo se aceleraba mientras que yo me movía más despacio. Nunca supe si las letras fueron un síntoma de inmortalidad o fue al contrario.
Aunque mi cuerpo sigue entero , cada persona que se me acerca me arrebata un trozo de mí, quizá me robe una palabra, un recuerdo o toda una estación. Los fantasmas me arrastran entre sus cadenas concatenadas y solo quiero decirte: que te follen. Si, que te follen a ti y tus buenas intenciones, a tu boca llena de nácar y a tu ceguera selectiva. El lobo estepario no nota el frío, no nota el silencio, solo quiere devorarte el rostro para ocultar su frustración. Nunca alzaré la voz, nunca alzaré una mano, aunque a veces el temple no existe…pero la intención suele contar.
Aquellos rostros que se me acercan y no son devorados por el momento, solo me acusan, arrojando lanzas invisibles de indiferencia perpetua. Prefiero mil veces el odio azucarado porque la indiferencia solo acelera que mis colmillos crezcan… y que tu rostro peligre.
«Este desconocido es un cristiano
de serio porte y negra vestidura,
donde brilla no más la empuñadura,
de su admirable estoque toledano.»
Arte de: Judith Ballester
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