
La tormenta que se avecinó sobre Toledo hizo a Nuño Alvear, caballero de la orden del temple, encontrar la muerte de manera prematura y horrible. La sangre seca asomaba entre sus comisuras y la nariz, todo el cabello se había tornado cenizo y una espantosa mueca coronaba el cadáver. Las moscas lamían sus corneas casi resecas mientras los templarios que se iban acercando, se santiguaban con presteza y murmuraban una escueta plegaria.
Tañeron las campanas por Don Nuño Alvear. El luto se coló hasta en los hogares más humildes donde recordaban al caballero con recia bondad. Desconocían sus crímenes pasados allende del mar, en la lejana Tierra Santa. Un crucificado por mera venganza, tráqueas desgarradas con frialdad, robo, pillaje… y la dulce Gibelina.
Nuño hizo a Gibelina despeñar. Tras beberse su suculenta dulzura mezclada con lágrimas de impotencia, mando que la arrojaran hacia las aguas dulces de un río. No borró la culpa, pero si le hizo olvidar. Se encomendó a Dios y su santa trinidad. Todo sacrificio y todo tropiezo sería perdonado tras su Cruzada y misión divina. Parece que no fue así.
Es curioso como la muerte nos hace a todos virtuosos. Un artista local talló un féretro para el templario, con su perfil decidido ahora en descanso. Enterraron al templario con su armadura al completo y en la iglesia se congregaron tantas personas que los portones tuvieron que permanecer abiertos. Fuera, en un callejón, el recuerdo de alguien Ausente firmando con sangre. Se subieron al estrado de la iglesia magistrados, maestros y doncellas compungidas. Se derrocharon palabras vigorosas, se contaron historias brillantes, se proclamó la alegría del mismísimo Dios al tener a Nuño de vuelta a su seno. Nadie recordó al amor.
Mientras todos trabajaban, ya fuera con las manos o con la retórica, un musgo muñido comenzó a cubrir el féretro. Cada palabra incumplida, cada ausencia, cada indiferencia, cada falta de… amor; floreció en aquel marmólea tumba.
Solo se volvieron las miradas cuando el mármol crujió y se resquebrajó. La dulce Gibelina asomó de entre los cascotes, solo vestida con la sobrevesta de Nuño Alvear, su verdugo. Una tumba vacía, la vibración de un milagro. También salió Mohamed, el crucificado por venganza. Alfonso, un templario al que le habían rebanado el pescuezo por preguntar demasiado. La tumba parecía no tener fin. Todos los pecados del fallecido comenzaron a desfilar ante los presentes. Pero se detuvieron.
Las miradas desaprobatorias de los presentes se encendieron hasta los abucheos. Gibelina los miraba con dolor, con pesar y con sorpresa. Los pecados de Nuño Alvear comenzaron a vibrar hasta desdibujarse por completo. El silencio se reinstauró y volvió la virtud maquillada. Como he dicho, en la muerte todos somos virtuoso y la gente quería que así continuara
La ilustración es de Caro Waro
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