Tengo 8 años y si de algo no tengo ninguna duda es que no hay peor cosa en el Universo que el colegio. Bueno, en realidad sí, sus habitantes. Supongo que estaréis de acuerdo y entenderéis el por qué de mi decisión.
Hace unos días como cada lunes al despertar, entre calumnias y rayos de Sol, me dispuse a pedir un deseo tirando una moneda de Monopoly a la piscina. Mi deseo era accesible y nada del otro mundo, ni opulencias, ni muertos vivientes, solamente pedía no tener que ir a clase. Es algo que anhelo desde el primer día que pisé un aula llena de pequeños troles malnacidos hijos de satanás, sin necesidad de ofender a nadie. Lo que sucede, es que nunca se había cumplido, nunca. Hasta ahora. Los astros se alinearon y como si fuese la protagonista de una película de serie B, de repente Papá, con un aire pesaroso, nos sentó en el comedor y nos dijo que no podíamos salir de casa en ninguna circunstancia. No podía ser más feliz, controlaba el destino a mi antojo, me puse a saltar en pijama mientras preparaba mi próximo golpe. No podía desperdiciar el poder que me había confiado el mundo. Ni siquiera pedí explicaciones sobre cuál era el motivo de nuestra reclusión, ni se me pasó por la cabeza que esta no fuese totalmente voluntaria. Pensé que a Mamá se le había antojado quedarse a ver una serie y que Papá solo había podido asentir ante un plan tan acertado. Todo estaba saliendo a pedir de boca, ¿qué mal podía terminar arrancándome la sonrisa triunfadora? Siempre soñé con dominar el mundo, pero ahora podía hacerlo desde la sombra y sin interactuar con ningún ente pudiente y maloliente.
Me planeé el día perfecto: por la mañana saqué la caja de disfraces polvorienta del sótano y me vestí con lo que parecía un saco de colorines. A mediodía, me convertí en fotógrafa de safaris o también mal dichos: paparazzis de gatos, y pude captar los momentos más vergonzosos de las criaturas con las que me jugaba el mando día a día. Más tarde, me dediqué a la pintura y cuando ya había logrado un nivel comparable con el de Leonardo Da Vinci, llegó mi gran tormento, algo con lo que no contaba y que acabaría haciendo trizas mi felicidad. De repente los colores eran menos vívidos, mis brazos eran más pesados y la cabeza me llegaba al suelo. Ante mí, una bola negra apática y con cara de pocos amigos me perseguía sin ganas. Era mi némesis, mi gran enemigo: el aburrimiento. Empezó a aplastarme y a dejarme sin energía y me encontré tumbada mirando hacia arriba con los ojos caídos, culpándome de todo. Era el fin, todo por no querer ir al colegio. Hasta los gatos me miraban y cuchicheaban. Todo estaba perdido. Cuando sin querer, oí un ruido que notificaba un bien desconocido. Mamá se acercó, me cargó como a un saco de patatas y me sentó en la silla, y me dijo con mirada desconfiada:
-Tú granuja, no te salvas ni con la cuarentena, tu profesora acaba de mandarnos los deberes, así que, a trabajar, ya.
Dichosas tecnologías que me convertían en dueña soberana y esclava a la vez. ¿Quién me iba a decir a mí, que los deberes me salvarían el pellejo?
Cuidado con lo que deseáis que os puede traer divertidas consecuencias.
Relato e Ilustración de Riastone.