Pocos libros de historia, por no decir ninguno, han reunido el valor suficiente para contar la verdad sobre la gente que habita en nuestras cabezas. Es por esto por lo que me he aventurado a revelar aquello que se ha obviado durante milenios.
Todo empezó hace más de 2 millones de años, en los albores de la humanidad, el género Homo estaba evolucionando y daría lugar a nuestra especie, el Homo sapiens. Es bien sabido por todos, que, en comparación con los otros animales, los humanos estamos dotados de un cerebro extraordinariamente grande. Lo que nos han ocultado cautelosa y cruelmente es el hecho de que esta no es la clave de nuestro triunfo. El cráneo es la estructura ósea que protege al cerebro de cualquier traumatismo, su capacidad es de unos 1400 m3, lo suficiente como para albergar a una civilización entera de pequeños entes. Y he aquí la cuestión y el detonante de la revolución cognitiva que nos situaría en la cúspide de la cadena alimenticia, pero no quiero adelantarme, antes que nada, debo hablaros de ellos.
Paralelamente al género Homo, unos pequeños seres que ya se consideraban gente antes de que la gente existiera, decidieron, bien por darle emoción a sus vidas, bien para obtener algo de estabilidad, ocupar las cabezas de aquellos monos-humanos, es decir, nosotros, que no sabían ni darle a un palo con una piedra. Se establecieron en nuestros cráneos y usaron nuestras neuronas a su antojo. Esta acampada cerebral suponía un gran gasto de energía, por lo que se decidió desviar los recursos usados por los bíceps al cerebro. Visto lo visto, y antes de dejar morir a su estúpido humano a manos de un diente de sable pícaro y despiadado, los seres diminutos empezaron a reformar sus habitáculos, a generar grandes conexiones, perfeccionar neurotransmisores y a crear ideas en nuestras cabezas. Como nosotros, los pequeños entes, al principio eran civilizaciones rudimentarias, algo toscas y no gozaban de una gran cantidad de miembros. Además, no todos los humanos tuvimos la gran suerte de que en nuestras cabezas reinase la paz y la epifanía. Algunos pobres diablos estuvieron mal aconsejados y terminaron en las posaderas de algún mamut presumido en un lago de unos pocos metros de profundidad. Por lo general, hicieron grandes aportaciones: el fuego, el lenguaje, pero sobre todo y no menos importante patentaron el cotilleo. El cotilleo nos convirtió en grandes organizaciones de simios marioneta que respondían a las órdenes de la gente de nuestras cabezas. Esta gente, ocupas de cráneos ajenos, se convirtieron en el bien y el mal, en musas para los artistas, en la conciencia y contradicción y en la clave de la evolución. Así que la próxima vez que os duela la cabeza recordad que puede que estén en plena reforma.
P.D.: Y si os pica, son piojos.
Relato escrito e ilustrado por Riastone.
Genial reflexión
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