Entre Lodazal y Reute


La ilustración es de Beatriz Rebollo

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Entre el pueblo de Lodazal y la sierra de Reute, habitó una vez un señor de esmirriados gustos y teutónica apariencia. Hablaba un lenguaje tosco que asustaba a los lozanenses y a las bestias de la sierra por igual. Era alguien foráneo y extraño, un perfecto caldo de cultivo para las habladurías punzantes, chismorreos de peluquería y legendarias exageraciones. Los niños jugaban a la caza del teutón, las señoras decían que era viudo o separado, según la conveniencia, y los hombres decían que era un desertor o un hechicero, según las cervezas.

Cada lunes, pronto en la mañana, el forastero hacía gala de sus esmirriados gustos. Bajaba al ultramarinos del pueblo donde se hacía con sus escuetas provisiones. Tenía la manía de comprar al peso y no daba el gusto de comprar gramos en números redondos. Por ejemplo: Cogió un puñado de garbanzos, dos cucharadas de orégano, una taza de harina, un pellizco de cristales de sal y un pavo entero. Esa fue la compra de esa semana. Tampoco era previsible ni coherente en sus compras. Menudo psicópata.

Mientras salía, dejando unas monedas algo oxidadas, vio unas herramientas de carpintería viejas y descuidadas. Las señaló mientras hacía un gesto interrogativo con las cejas a Pepina, la encargada del ultramarinos. “Si, si, llévatelas. No, no, son gratis.” dijo con exagerada amabilidad. Las herramientas eran de su marido Genaro, lo había pillado tonteando con Herminia, la panadera de moral laxa y ligera de ropa. Seguro que cuando le dijera a Genaro que las herramientas se las había llevado el extranjero se podría rojo del enfado. A ver si así aprendía. Además, seguro que al pobre hombre le vendría bien las herramientas para olvidar la muerte de su mujer, ¿o era que se habían separado? Pepina tampoco descartaba que la mujer descansara a las faldas de la sierra de Reute. Menudo psicópata.

En Lodazal las cosas eran cristalinas. Todos tenían secretos y todos disimulaban que no los sabían. Sabían que, al menos ocho niños, tenían como padre en común al cura. Sabían que Francisco, el del bar, aguaba la cerveza y echaba los cacahuetes sin comer al mismo sitio desde donde luego te servía una ración. Sabían que el señor Don alcalde “soy-un-señor-importante” se quedaba con gran parte del cargamento de chocolate y anís, para luego revenderlo llevándose un buen pellizco por el camino. ¿Y Laurita? Ayyyy Laurita. La joven Laura calentaba al cura más que un día de verano. Eso sería una minucia, pero sabiendo que era uno de los ochos hijitos no reconocidos del cura… ayyyy Laurita.

Al lunes siguiente el teutón no bajó al pueblo, pero en su lugar encontraron una casita para pájaros de madera en la plaza del pueblo, encima de un taburete. Ambos estaban hechos de manera tosca y con burdos acabados. Pepina tuvo que quitarle la razón a Ramón, el carpintero del pueblo, que ya se estaba intentando llevar el crédito. Dijo que seguro que las había hecho el teutón con las herramientas de su querido Genaro, el cual se puso como un tomate mientras Pepina sonreía como un reptil. Genaro explotó en voz en grito, señalando a su mujer y echándole en cara que fuera regalando sus cosas por ahí. Pepina levantó más la voz y señaló a Herminia, la cual estaba tocándole el culo al cura, y Laura se desmayó, escandalizada. Al momento todo el pueblo gritaba. El alcalde prometió rebajar un tres por cierto el chocolate para calmar los ánimos. Francisco, el del bar, intentó invitar a todos a una ronda lo que le valió que le echaran en cara que aguaba sus cervezas. Pronto llegaron a los puños y a las pullas malintencionadas. Todas las voces taparon el sonido del banjo que había comenzado a sonar. Nadie vio al gólem erigirse con la tierra, piedras y grano. Nadie lo vio convocar el banjo con el que tocaba esa adormecida melodía hasta comenzaron a escupir plumas negras entre palabras y reproches.

Poco a poco, todo el pueblo de Lodazal se convirtió en un nido de cuervos. Y así sería mientras perdurara el gólem.

Desde su mirador privilegiado, el extranjero contemplaba la bandada de cuervos mientras intentaba tallar el rostro de su esposa. Qué poco agradecidos eran en el pueblo, qué corazones tan negros y cuanto rencor. Criaron cuervos y se quedaron sin ojos.

Era cierto que su mujer había fallecido, pero habían decidido separarse unos meses después de su asesinato, aunque ahora su espectro no se apartaba de él. Era cierto que era hechicero y desertor. Y, lo que más le cabreaba, es que muchos habían jugado a la caza del teutón. Porque eso si que era falso, él no era teutón. Por encima de todo él, era sajón.

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