
La ilustración es de Pablo Ilich
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En un escueto desierto, la noche enfriaba la cocida arena. Un perro sin dueño vagaba, husmeando con ansiedad cada piedra y cada matojo, hasta que reconoció el olor. Esperó paciente hasta que hubo un movimiento sutil en la arena y asomaron los ojos de Chén.
Unos ojos somnolientos y unas palabras confusas que borbotearon de entre el polvo. El muchacho salió de la arena como el que abandona el agua, pero encontrando algo sólido al apoyar los pies. Se desperezó con fiereza, hasta que le lagrimearon los ojos, y miró con inquisición al perro.
—¿Qué haces aquí? Es cosa de Mǎo despertarme.
El perro profirió unos quejidos de disculpa, agachando las orejas y recogiendo las patas, en posición de sumisión.
—No me vengas con esas, Xū. Tus trucos de mamífero no funcionan conmigo. No hay mortales a la vista así que sé educado y preséntate como es debido.
El perro mantuvo las orejas gachas y en su posición exacta, apareció un hombre de mediana edad. Estaba arrodillado y mantenía la expresión de tristeza y apuro.
—No te enfades conmigo, Chén. No ha sido mi culpa. He intentado hablar con los otros espíritus, pero o se han desentendido o se han hecho los sordos. ¡Me culpan a mí! ¡¿Te lo puedes creer?!
—¿Qué ha ocurrido? Habla.
—Es Hài, se ha adelantado. Ha ocupado el trono lìchūn antes de tiempo. Está desbocado y no para de decir locuras. Está… está quemando los sobres rojos. Eres el único que no dividió su esencia en el mundo mortal, no tienes representaciones vivas, conservas tu forma al completo. Te necesitamos, Chén.
El muchacho suspiró largo y tendido, mirando hacia las estrellas puras del desierto. No le gustaba ese juego, habían llegado a un pacto y todos lo respetaban por un bien mayor. Xū seguía hablando, disculpándose, justificándose y suplicándole. No merecía la pena contestarle. Estaba realmente enfadado.
Chén cambió a su forma primigenia y voló hacia el palacio de primavera, hacia el trono lìchūn, hacia Hài.
La ciudad estaba el silencio. Los guardianes de piedra que guardaban la entrada tenían las palmas de las manos frente al rostro, en señal de vergüenza. Desde las puertas del palacio se desbordaba la luz ámbar del fuego, alimentado con los sobres rojos, los sobres que guardaban los deseos de la buena suerte para el nuevo año.
Hài estaba sentado en el trono. Con la mirada hueca no dejaba de comer manchando sus ropas de recio cuero. Todos los sirvientes estaban apoyando su frente en el suelo, en una pleitesía eterna. Su forma primigenia asomaba por su disfraz de mortal, dejando ver unos colmillos verticales que nacían desde la mandíbula y un hocico plano.
—Hài, ¿qué estás haciendo?
—¡Oh, mi buen amigo Chén! ¿Quién se ha chivado? ¿Ha sido ese chucho? Tendrías que haber visto como corrió, huyendo de mí.
—Aún no es tu tiempo. Te has adelantado algo más de un mes.
—Eso ya no importa, los tiempos cambian, las tradiciones mueren.
—Las tradiciones están ahí por algo. No deberías olvidarlo.
—¡Y qué vas a hacer tú, lagartija voladora! ¿Nos vamos a pelear?
—No es mi función, Hài. Pero te has olvidado de la bestia.
—¿De la bes…?
Las palabras de Hài se vieron silenciadas por el estruendo de Nian, la bestia, al salir de las aguas cercanas. No había colores rojos, ni petardos, ni danzas para espantarla. Hizo que Hài palideciera y se desmayara. Viviría una eternidad en su mente, recordando su esencia animal para purgar los deseos de ambición y poder que tan humanos eran.
Chén ejecutó a la perfección la danza Wu Long, la danza del dragón, aplacando a Nian y restaurando la calma, una vez más.
Desde «Relatos Ilustrados» os deseamos una feliz entrada de año y esperamos poder seguir compartiendo con vosotros nuestros pequeños cuentos. Ojalá os haya gustado este pequeño homenaje al año nuevo chino y recordad que hasta febrero no empieza el reinado del cerdo, ¡no le dejéis que se le suba a la cabeza!