Era un día cualquiera, algunos rayos de sol privilegiados que habían conseguido entrar por la persiana me despertaron. Aún no había recibido su visita diaria en la que me traía el desayuno esperado, además desde que había llegado ese chucho despreciable ya no notaba mi presencia, estaba distante y solamente le impresionaban los pequeños trucos con los que el can le deleitaba.
Así que para captar su atención, llevé a cabo una de las artimañas que había visto que surgía más efecto en ella, sacándole una reluciente sonrisa. Todo estaba dispuesto, era la hora punta, ella se había duchado, y como cada día, oía como sus tacones repicaban bajando la escaleras, iba dejando un olor a perfume, como si de un rastro de huellas en la orilla se tratara, e iba tarareando una dulce melodía.
Yo yacía flotando en el agua cristalina y calmada, como si estuviera muerto, esperaba que ella apreciase mi gran actuación, se acercaba el momento, estaba a tan solo unos pasos de volver a ser su centro de atención. Y entonces, sucedió lo que no había previsto, lo que cualquier pececito por valiente que sea, teme.
Tan sublime fue mi interpretación que ella se la creyó totalmente, y entre gritos y lágrimas, mientras el estúpido chucho se daba golpes contra la puerta, riendo bobamente, ella se dirigió hacia al baño, y yo, que fuera del agua había entrado en estado de shock, me quedé paralizado, sin convulsiones que me salvaran de aquel duro destino.
Me dejó caer dentro de la taza del aseo. Yo contemplaba como mi vida estaba a punto de llegar a su dichoso fin, mi cuerpo chocó contra el agua helada, y entonces ese ruido de cristal roto me acabó de trastornar. Apretó el botón de la cadena sin ni siquiera mirarme, creyendo así que su corazón no sentiría la dolorosa pérdida y un remolino que parecía ser infinito se apoderó de mí absorbiéndome hacía el más allá.
Cuando volví en mí, me encontré en un conducto de aspecto vomitivo, emético oscuro y nauseabundo, no quería ni preguntarme que sería lo que sucedería después. Primero pensé que a lo mejor ya me había muerto y me encontraba en el túnel que me conducía al paraíso de los peces, lleno de burbujas de colores. Pero al ver que el túnel y el moho mutante que no te cegaba por su luz sino por el choque con alguna de tus retinas, empecé a cuestionarme si mi fin se iba alargar mucho más y si el karma me estaba devolviendo mis supuestas atrocidades.
Las corrientes me arrastraban con brutalidad, iba topándome con pedazos y fragmentos de sustancias cuya composición no quería adivinar. Los túneles iban subiendo, curvándose, bajando en picado, así que empecé a marearme, no sabía ni dónde me encontraba. Solo pensaba en como de irónica estaba siendo mi muerte, y en como lo estaría pasando ella.
Dicen que la esperanza es lo único que se pierde mas yo no estaba tan seguro, llevaba horas, días, o quién sabe, en esos tubos y parecían no tener final. ¿Estaba en un viaje sin retorno?
Hasta que ya adormilado y con más ganas que nunca de que la parca me visitara, mis despojos se desplomaron en un piscina, si así se le puede llamar, juntamente con las sustancias pestilentes que me habían acompañado durante el trayecto. Había colillas, pieles de manzanas, bastoncillos para las orejas… Todo lo que uno no quiere imaginarse cuando entrevé su muerte. Y entonces la volví a ver, sí, la vi con sus cabellos ondeando en aquel mar de cadáveres, y me acordé de un comentario que había oído hacía tiempo que me permitió saber dónde me hallaba. “Voy a ir de excursión a la depuradora” depuradora, depuradora, oía un eco en mi cerebro que retumbaba en mi alma y me volvía loco. Estábamos allí, juntos pero separados, pero este no iba a ser mi gran truco final, así que con todas mis fuerzas, inspirándome en el mismísimo Ícaro, nadé con fuerza y alcé mi cuerpo imitando a los peces voladores. La fortuna me sonrió y caí dentro de su botella de agua. Ni el chucho más adorable del universo podría hacerme sombra jamás de los jamases.
Relato e ilustración de Riastone.