La indignación de los Segundos Nombres

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En la gran urbe de Ciudad Onomástica convivían dos clases de habitantes. Por un lado estaban los Primeros Nombres (también conocidos como Nombres Propios), como por ejemplo Julio en Julio Alberto, o Ana en Ana Paula. Por otro lado, estaban los Segundos Nombres, como Alfonso en Luis Alfonso, o Elena en María Elena.

Eugenio era un Segundo Nombre. Concretamente, era Segundo Nombre en Miguel Eugenio. A Eugenio le gustaban las motocicletas, las representaciones teatrales y el olor que emana de las panaderías. Pero al igual que muchos otros Segundos Nombres, se sentía con frecuencia despreciado y tenido en poca consideración respecto a sus conciudadanos los Primeros Nombres. La mayoría de Segundos Nombres eran ignorados en casi todas las facetas de la vida social. Eran considerados un lastre, un peaje impuesto por tradiciones familiares y pretenciosos homenajes. Figuraban a efectos legales en los documentos de identidad, sí. Pero en la práctica, estaban mayoritariamente apartados del uso cotidiano. A lo más que podían aspirar era a formar parte, parcialmente, de algún nombre abreviado, como Juanra, Chema, o Josemi; circunstancia que suponía al menos un consuelo ante el habitual ninguneo que solían padecer los Segundos Nombres. Aunque lo cierto era que se trataba de una concesión reservada tan solo a unos cuantos afortunados y, por supuesto, sin reconocimiento oficial alguno.

¿Y cómo explicar el retorcido criterio por el que un Juan podía ser Primer Nombre en Juan Antonio, pero otro Juan tenía que conformarse con ser Segundo Nombre en Pedro Juan? A pesar de ser una situación sostenida desde tiempos inmemoriales, no se había producido todavía un debate importante en la sociedad. Sufrían una opresión silenciosa, un repudio normalizado. Ésta y otras cuestiones relacionadas las discutía a menudo Eugenio con Lucía, a la que había conocido en un grupo de apoyo clandestino.

Lucía era Segundo Nombre en Ana Lucía, y le gustaba la alquimia, los colores cálidos del cielo durante el ocaso y los libros sobre expediciones espaciales. A menudo fantaseaban con poner fin al menoscabo injustificado del que estaban siendo víctimas. Al principio, casi como una broma, imaginaban rocambolescos planes que, sin llegar a pasar de la exposición teórica, les permitían al menos mantener una esperanza de cambio para el futuro. Pero poco a poco, a fuerza de repetírsela, en sus cabezas fue ganando espacio la idea de trazar un plan viable que diese fin al intrascendente estatus que los subyugaba. Y llegó el día en el que dejaron de pensárselo. Robaron una moto y se propusieron huir de la ciudad llevando lo justo para iniciar una nueva etapa.

Sabían que no sería sencillo abandonar el sistema tan rápidamente. Un agente de policía los persiguió con insistencia durante su intento de fuga. Pero Eugenio y Lucía lo habían previsto y lograron darle esquinazo lanzándole una bomba de empatía. Un artefacto que había fabricado Lucía a base de condensar la esencia estigmática de todos los Segundos Nombres a los que conocía. Nada se supo jamás de los fugitivos. Pero desde aquel día, en Ciudad Onomástica comenzó a escucharse  con creciente presencia una voz que no se había escuchado antes. Era la indignación de los Segundos Nombres.

 

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