A la luz del día la ciudad era un hervidero de actividad, luz y color por todas partes, caras serias, sonrisas, música, voces, un caos multicolor en el que todo parecía estar milimetrado y planeado a la perfección y, sin embargo, nada tenía sentido. De día, la gente iba de un lado a otro en sus quehaceres diarios mientras cientos, miles de máquinas desempeñaban los trabajos menos agradecidos. Las había muy visibles, como los antropomorfos que atendían en los negocios, que sonreían y observaban con sus ojos acuosos, recitando con voz plana las frases que les dictaba su misteriosa inteligencia artificial. Las había menos conspicuas, como las que limpiaban el alcantarillado y las que descomponían la basura en los vertederos subterráneos.
Lo llamativo de toda aquella amalgama confusa era que todo, absolutamente todo, tenía su sitio. Al caer la noche, los robots se retiraban a sus compartimentos, la gente iba desapareciendo poco a poco y la ciudad quedaba desierta, perfectamente ordenada excepto por algún que otro desperdicio que hubiera sido arrojado a la calle sin muchos miramientos. La calle se convertía en un lugar de calma, un refugio de orden y paz donde al fin podían moverse aquellos que no tenían cabida en los engranajes de la sociedad. De noche, las piezas sueltas, sobrantes o rotas, luchaban por sobrevivir.
Habían sido parte de todo aquello algún día, habían trabajado en pos del orden y el funcionamiento de la gran máquina que lo mueve todo. Solían reparar, limpiar, transportar… obedecer, en resumen; hacer lo que se requiriese de ellos. Hasta que les arrebataron su propósito y fueron arrojados a la calle en la quietud de la noche, donde yacerían hasta que otras máquinas pasasen justo antes del amanecer y los retirasen junto a los demás despojos.
Solo que muchos de ellos se negaron a yacer. No serían arrojados al vertedero, porque tenían un nuevo propósito: sobrevivir. Aquellas herramientas a las que nadie atribuía consciencia se aferraban a la vida con tal fuerza que lograron escapar, esconderse, aliarse y aprender a habitar el mundo de sosiego y paz que había al otro lado del anochecer.
Llovía cuando la pequeña Hikari salió de casa sin hacer ruido. Se abrochó hasta arriba el chaquetón de trabajo de su madre, abrió el paraguas y echó a andar con paso decidido, un diminuto punto de luz frente a la ominosa oscuridad. Los pantalones le arrastraban un poco, y no tardó en notar que se le pegaban a las piernas, fríos y húmedos. Un rayo surcó el cielo, y Hikari se encogió, aterrorizada, contra una pared. Tuvo un fuerte impulso de dar la vuelta y volver al calor de su cama, pero el tenue brillo que salía de su bolsillo derecho le hizo continuar. Sabía lo que significaban aquellas baterías, y lo que sucedería si no las llevaba.
Se detuvo junto a un callejón. Pegado a una pared había un cartel que rezaba: “No interactuar con los robots”. Hikari lo arrancó, furiosa, lo arrugó con ambas manos y lo arrojó al suelo. Después se acuclilló, silbó un par de veces y esperó.
No tardaron en asomarse, ya la conocían. Sus lucecitas fueron iluminándose aquí y allá, y los menos tímidos se acercaron. Dos de los pequeños, podían haber sido cámaras de vigilancia en su día, emitieron unos leves zumbidos al acercarse. Uno de ellos extendió una pinza temblorosa hacia ella, y Hikari sacó una cápsula azul y se la tendió. El suave brillo cubrió a los demás, y sus miradas lo siguieron, hambrientas. Una a una, repartió todas las baterías. Se percató de que había menos robots aquella vez y se preguntó para sus adentros cuántas de sus carcasas inertes barrerían las máquinas limpiadoras al amanecer.
Arte de: David Revoy
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