Mi madre se decantaba sobretodo por los opiáceos y ácidos. Ahora me imagino a mí mismo, siendo un ser a medio formar, nutriéndome de esas sustancias. Una sonrisa enloquecida, soñando con cosas que aún no conocía. Mi madre ignoraba que estaba embarazada. Defendía que había sido el mismísimo Zeus quién la había fertilizado a traición, después de una cena suntuosa donde se sirvió carne de fauno a los frutos del bosque y un vino exquisito confeccionado con las manzanas doradas de los jardines de las Hespérides. Estaba loca.
Tras la primera contracción, su primer impulso fue llamar a un sacerdote, quería que le practicaran un exorcismo que le sacara el Mal que le hinchaba la barriga y le robaba las fuerzas. Gracias a los cielos, el cura llamó a una ambulancia, no sin antes echarle a mi madre, disimuladamente, un poco de agua bendita para cerciorarse de que el Mal no era esa mujer. Nací en Diciembre, recuerdo que mi madre lloraba cuando me vio, pero no eran lágrimas de alegría…era un llanto desgarrador de gargantas y laringes. Murió entre esos sonidos animales que me dieron la bienvenida a este mundo.
Me quedé en el hospital unos días, pero no vino nadie a por mí, así que me quedé unos días más. Nadie prestaba atención al niño abandonado, hasta que un médico cualquiera se dio cuenta de que no podía ver, había abierto los ojos el mismo día de mi nacimiento, pero ahora que me miraban con más atención, se dieron cuenta de que eran dos globos muertos…supongo que aquellas sustancias que tan gratamente consumía mamá no respetaron mis nervios ópticos a medio formar. No tardé en irme a un orfanato.
Según me explicaron, ahora mi papá y mi mamá eran el Estado, y hasta que no viniera una familia que me quisiera, seguiría siendo así. Crecí rápido y mal, tenía las manos grandes y los brazos enclenques, la cabeza grande y el cuello enclenque, los pies grandes y las piernas enclenques…unos ojos grandes y una mirada enclenque. El orfanato era una casa vieja, donde las camas se apilaban en cada rincón y donde una bondadosa mujer nos atendía como buenamente podía. No sabía leer ni escribir, pero lo compensaba con una gran sabiduría en otro tipo de quehaceres. Sabía para que servía cada planta del jardín, aunque no supiese como se llamaban, sabía cómo cocinar cualquier cosa, aunque no se aclaraba a la hora de comprarlas, sabía todos nuestros nombres aunque no supiera escribirlos…bueno, todos menos el mío. Yo no tenía nombre.
La bondadosa mujer conoció a un médico jubilado, que no sabía nada de plantas o de cocinas o de niños, pero sabía leer y escribir. El médico enseñó a cada niño al menos lo básico. Yo procuraba estar en otra habitación, me moría de envidia la verdad. Por las noches, en el salón amplio y vacío, encendían un candil y el médico nos leía, tenía una voz cadenciosa y ronca. Yo me lo imaginaba con bigote y unas gafas de media luna. Nunca había visto una nube, o un prado, tampoco un columpio o un barco…pero con las palabras que tomaba prestadas el médico, podía hacerme una idea aproximada. Esa noche dormí abrazado a un libro que no podía leer.
La luz del sol me despertó…un momento… ¿la luz del sol? ¿Cómo podía despertarme la luz? Abrí los ojos con el ceño lleno de preguntas, miré por la ventana hacía el jardín, y veía. No es tan simple como eso, pero en esencia podía ver. Cada objeto, cada brisa, cada expresión y cada hoja del árbol las veía escritas. Seguía viendo el mismo fondo negro que siempre había visto, pero ahora las palabras pululaban por doquier, como hechas con hilos, que se deshacían cuando una cosa cesaba. Veía los contornos, las figuras, hasta las sombras. Todo eran palabras que extrañamente podía leer.
El médico jubilado si tenía gafas de media luna, pero no bigote…y estaba un poco calvo, la señora bondadosa era exactamente como su voz me indicaba. No le conté mi secreto a nadie, pero musité un pequeño gracias a mi madre y las sustancias ilegales con las que tonteó, porque estoy seguro que algo tuvieron que ver.
Esa noche, la narración del médico fue espectacular. Cada palabra que decía dibujaba lo que la misma quería decir. No tuve que imaginar nada, podía verlo. Esa noche dormí abrazado a un libro que sí que podía leer.
Pero las cosas fueron empeorando. Al día siguiente me levanté y había más palabras, más cosas que ver. Ahora podía ver los vacíos, la humedad, el silencio… el tapiz de mi vista en negro se iba llenando cada vez más. Me costaba ver entre tanta palabra, y fue empeorando. Luego pude ver el frío y el calor, el miedo, la esperanza y el aire que todo lo llenaba. No sabía que hacer.
Salí a la calle, por primera vez salí a la calle yo solo. Los sonidos se apilaban sobre el frío, los murmullos salían de las bocas que no cesaban de moverse. Cerré los ojos y volvió la oscuridad y una extraña tranquilidad. Abrí de nuevo los ojos y volvió la marabunta de palabras que se superponían unas con otras. Terminé de dar la vuelta a la manzana y volví al orfanato. El médico y la señora amable estaban en la cocina, entre el puñado de palabras pude ver sus siluetas, él leyendo un libro absorto y ella cocinando con soltura. Me acerqué al médico y murmuré un pequeño gracias por aquel relato de la noche anterior que tan vívidamente pude disfrutar, creo que él ni me oyó. Noté una mirada furtiva de la señora amable que me sonrió sin desatender el estofado
Poco a poco, volví a ser tan ciego como antes. Ahora deslumbrado por conceptos, términos y sustantivos, pero tan aislado como siempre. Me puse a mi mismo el nombre de Nadie, pues eso era, Nadie. Nadie tiene derecho a ser feliz, pero no podrá.
Arte de: Rosana González
Puedes ver más en: http://rosanagonzalez.carbonmade.com/