Mapas de recuerdos

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El capitán Olaf era un mentiroso. Con un pequeño golpe de su dedo índice vació su pipa y la volvió a llenar con hebras de fino tabaco peruano mientras escondía sus labios apretados bajo su barba. Solamente entreabrió los labios para morder la pipa, acarició la madera de la mesa con sus manos duras, y sin alzar la vista encendió un fósforo que iluminó la habitación de forma instantánea. La estancia también mentía pues estaba en sombras de forma deliberada, fuera, brillaba un sol costero, inquisidor y plomizo que cocinaba lentamente el aire de la calle.

No podemos negar que el capitán Olaf se escondía, y pese a ser un mentiroso se escondía de buena fe… pues la verdad se evade años, pero no para siempre.  El capitán quería dejar de ser un mentiroso, y el primer paso fue descorrer las cortinas y abrir las ventanas mientras el humo del tabaco le envolvía y luego huía al viento marítimo. Olaf oteó la bajada de piedra viva que desembocaba en el puerto.

No, aún no, no estaba listo. Cerró las ventanas, los postigos, las cortinas y empujó una librería para tapar ese agujero que daba hacia el mundo. La oscuridad era tal que solo se veía la incandescencia a ritmo de sus inspiraciones nerviosas y apresuradas. Se volvió a sentar, se intentó serenar, volvió a acariciar la madera de la mesa, volvió al punto de partida. El capitán Olaf era definitivamente un mentiroso reincidente.

Lentamente volvió a acompasar la respiración y los latidos con el ir y venir de las olas. El Mar era su amante, su maldición y su lugar. Se levantó y tumbó la estantería de un solo empujón, abrió un poco las cortinas y miró como por el ojo de una cerradura, ahí estaba el Mar con su mirada acusatoria, con su serenidad engañosa, con su dedo inculpador. El capitán era un lobo de mar acobardado por méritos impropios, si saliera a la calle ahora mismo lo recibirían sonrisas que le sabrían a cicuta, palmadas en la espalda que se le clavarían, incluso alabanzas que serían chirridos en su oído.

Olaf terminó por abrir del todo las cortinas, primero lo dijo únicamente moviendo los labios, luego lo susurró para dentro, luego para fuera, luego se convirtió en un murmuro hasta que alcanzó a ser palabras palpables: “Soy un asesino”. La simpleza de esas palabras escondía el tizón de un antiguo fuego. Había sido un marinero ejemplar, se había enfrentado al bravo temporal, a las fauces de las rocas, al constante viento mordiente. Se las había visto con la pólvora, el acero, contra el espolón raudo y  la lenta fiebre; al hambre, la sed, la soledad… pero cuando miraba el Mar solo pensaba en las miradas de los jóvenes cadáveres de grumetes, en los grandes amigos que habían muerto bajo su mando, en los enemigos empalados hasta la guarda de su espada. El Mar también era un mentiroso,  su color azul debería ser sustituido por el escarlata ferroso de la sangre. Su amante mentía, su lugar, su hogar… pero como las buenas historias de amor, merecía ser despedida por todo lo alto.

Cogió un mapa que había dibujado él mismo, lo dobló, desdobló, apretó y contorsionó hasta que formó un pequeño barco de papel. “Esto soy yo, y serás todo lo que tengas de mí”. Pero cogió otro trozo de mapa y volvió a repetir la operación “Esto es el contramaestre Biggins, tienes su cuerpo, pero solo te permito este trozo de recuerdo”. Y antes de que se percatara, había llenado una cajita de barcos de papel, luego una caja,  un arcón, un barril…hasta que no tuvo más remedio que llenarse los bolsillos. Salió por la puerta de su casa, empujando cada contenedor lleno. Resoplando y con la pipa apagada y expulsando ceniza, llegó hasta el muelle.

Y por fin, el capitán Olaf dejó de ser un mentiroso.

 

Arte de: Judith Ballester
Puedes ver más AQUÍ

 

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