Los niños de los árboles

Los niños que vivían en la esquina al lado de la casa de la señora Manuela habían decidido montar un club secreto y celebrar sus reuniones en las altas copas de los árboles. Solo los pájaros podían ser conocedores de sus arduos planes. Sus padres les habían pillado tantas veces con las manos en la masa, que no podían arriesgarse a que otra misión fuese fallida. Además, les encantaba escalar con sus trofeos y colgarlos en las ramas para que todos fuesen testigos de sus hazañas. Eran pequeños ninjas escaladores listos para cualquier aventura de verano.

Un día cualquiera sin importar la hora ni la fecha, en una de esas reuniones, vieron en el jardín del al lado algo que les indignó sobremanera. Su cuartel secreto en las alturas tenía unas vistas impresionantes, se veía todo el barrio. En la casa de al lado, el Señor Miquel, probablemente la peor persona del Universo, tenía dos mandarinos preciosos y repletos de fruta. No obstante, nunca nadie se atrevía a pisar su jardín tras tantas pelotas y triciclos perdidos. Tenía fama de hacer explotar todos los juguetes que se colaban en su parcela con dinamita y reventar las ruedas de las bicis con arpones. 

Ese día, un niño de unos 5 años, atraído por los colores brillantes de las mandarinas se acercó al jardín del Señor Miquel. No quería hacer ninguna fechoría, solamente probar la fruta prohibida que le estaba pidiendo a gritos un mordisco de naranja chillón.  Cuando el Señor Miquel vio al pequeño acercarse, se levantó pisando con fuerza y fue directo a asustar a su víctima. El pequeño se puso a llorar a moco tendido y atemorizado volvió a su casa desconsolado. Los niños de los árboles no podían dejar pasar lo sucedido, eso había sido un atentado contra la infancia nivel 2 y tenían que hacer algo al respecto.  No podían dejar que se saliera con la suya.

Tramaron un astuto plan, y lo escribieron con ceras de colores en la hoja de una libreta de matemáticas del curso pasado. Por la noche cogieron dos sacos y saquearon los mandarinos, no dejaron ni una de esas frutas tan jugosas en la propiedad de ese diablo y al día siguiente organizaron una gran quedada con todos los niños del vecindario. Zumo para todos, postres a doquier, ceras de colores y columpios voladores, era el paraíso hecho realidad. Cuando ya no quedaba ni una mandarina, recogieron las mondas, las metieron en una bolsa gigante y entre todos la acercaron al portal del Señor Miquel. Decidieron que los más justo era dejar en la puerta los restos de la jugada, así aprendería que hay ojos que vigilan constantemente y que nadie se mete con los niños de los árboles.

Ilustración y relato de Riastone.

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