Un lugar seguro

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La ilustración es de Amagoia Agirre, a quien podéis seguir en Instagram, Twitter, Etsy, Tumblr, o en su web.


El desierto se convirtió en la frontera de su pasión. Eran dos figuras errantes tratando de alumbrar su propio destino en un paisaje estéril. Sabían de lo que huían, aunque quizá no tuviesen claro a dónde se dirigían. Contra lo que el protocolo dictaba, la joven princesa Isala se había enamorado de un modesto servidor de la corte. A ojos de su familia, alguien sin calidad, ni posibles, ni mérito para merecer la mano de la heredera al trono. A ojos de Isala, alguien que era capaz de comprenderla y con quien sentía una profunda complicidad.

Los amantes se fugaron tras haberse hecho la mutua promesa de pasar juntos el resto de sus días. Les bastaba la presencia cercana del otro para sobrellevar la arriesgada decisión de abandonar el reino de Ytnapeta, un lugar seguro pero opresivo, y procurarse un porvenir por cuenta propia.

Pero se sabían perseguidos. Vykedal, príncipe del vecino reino de Nacetania, que había sido designado como legítimo pretendiente y futuro esposo de la princesa, iba tras ellos. Contaba con el respaldo de ambos reinos. Había reunido bajo su mando a un implacable ejército con el propósito de capturar a los amantes fugitivos. La fuga de Isala no tardó mucho tiempo en darse a conocer en Ytnapeta. Y tan pronto como la noticia llegó a Nacetania, Vykedal salió en su búsqueda.

La deriva de su rumbo llevó a los amantes hasta los pies de las ruinas del antiguo castillo de Pustynia, una fortaleza construida en tierra de nadie hacía ya mucho tiempo. Había sido la extravagancia de un monarca lamentable, que consiguió arrastrar a su propia dinastía a la desaparición. Un monumento al derroche y al sinsentido. El tiempo había doblegado la estilizada figura de sus formas, que lucían ahora vencidas, hundidas en su pretendida majestuosidad, derrumbadas, componiendo una estampa penosa.

Isala y su compañero pensaron en ocultarse en lo que quedaba en pie del castillo, con la esperanza de burlar a sus perseguidores. ¡Qué intensa debía ser la desesperación que la pareja sentía para considerar que las ruinas de Pustynia podían ser un lugar seguro! Allí se refugiaron, entre piedras que en otro tiempo habían sido testigos de una gran catástrofe. Estaban demasiado cansados para darse cuenta de que su rastro era perfectamente visible hasta allí.

La expedición que los perseguía llegó al cabo de un día. Vykedal era un príncipe experimentado en la guerra. En pocos minutos entendió cuál era la situación y qué estrategia iba a seguir para culminar con éxito su misión. Decidió sitiar el viejo castillo. Mandó a varios de sus hombre a por víveres, y dispuso al resto en torno a las ruinas, con órdenes de mantener la vigilancia y esperar.

Tenía la certeza de que la princesa cambiaría de parecer al verse asediada. Estaba convencido de que quien la acompañaba, ese siervo traidor, la había confundido con intenciones perversas, y era muy probable que trabajase a sueldo para algún reino enemigo. El hambre no tardaría en hacer su trabajo. Conjeturó que la princesa y su acompañante no habían hecho acopio de demasiadas provisiones antes de su apresurada huida. Con casi total seguridad, esos exiguos víveres terminarían por agotarse antes que las que Vykedal había mandando proveer para sus hombres. Contaba, pues, con una ventaja estratégica. Las ruinas de Pustynia llevaban años abandonadas. No había nada allí dentro que no fuesen unas cuantas piedras tras las que esconderse. Sin poder abastecerse de agua ni de alimento, la situación se haría insostenible, y a los fugitivos no les quedaría sino rendirse.

Por fuerte que hubiese sido la infatuación que había movido a su princesa a abandonar el palacio por la puerta de atrás, un estómago vacío tenía sin duda más poder de convicción que un corazón presuntamente colmado. Su experiencia en los campos de batalla así se lo había demostrado en no pocas ocasiones. A la hora de la verdad, cuando la lucha se desencadena, implacable, y ya no hay vuelta atrás, cada aliento y cada pensamiento tienen como única motivación acercarte un poco más a la supervivencia. Y en tal trance, los tormentos del cuerpo tienen mucho más que decir que los tormentos del alma.

El paso de los días no trajo, sin embargo, ninguna novedad en el estado de las cosas. Vykedal contemplaba el malogrado amasijo de piedras que tenía ante sí con una incertidumbre que cada vez crecía más. ¿Había subestimado las convicciones de la princesa? ¿Quizá dentro de ese montón de piedras había alguna fuente de sustento de la que estuviesen haciendo uso los fugados? ¿O quizá había llevado el asedio demasiado lejos, y no habían podido sobrevivir a la privación a la que les había sometido?

Vykedal no acostumbraba a permitir que las dudas asaltasen su inquebrantable espíritu. Así que prefirió pasar a la acción. En una mano tomó una bolsa con algunas viandas, pensando en que la princesa, encontrándose su buen juicio nublado por la compañía nefasta que la escoltaba, hubiese llevado demasiado lejos su juvenil acto de rebeldía y no estuviese atendiendo la necesidad de ingerir alimento. En la otra mano llevaba la espada desenvainada, preparado para reaccionar ante cualquier hipotética trampa que al siervo traidor se le hubiese ocurrido pergeñar. Y así se adentró en las ruinas de Pustynia, mientras el resto de hombres permanecían en sus puestos, expectantes.

Según exploraba el interior del castillo, un olor familiar indicó a su olfato el camino a seguir. Finalmente, el rastro lo condujo, para gran pesar suyo, hasta lo que ese funesto aroma había presagiado: los cuerpos de Isala y de su amante, consumidos y abrazados, sobre un lecho de sangre ya resecada. A un costado, una pequeña daga ensangrentada atestiguaba que los amantes hacía ya días que habían tomado la determinación de llevar hasta las últimas consecuencias la promesa que se habían hecho: permanecer juntos hasta el final de sus días.

Si las piedras hablasen, las que en ese momento presenciaron el hallazgo del príncipe podrían relatar que, a pesar de la aparente entereza de su porte, en su rostro se intuía el derrumbamiento de su espíritu, quizá de una forma más estrepitosa de lo que incluso el propio castillo de Pustynia lo había hecho en su día. Si en todas las guerras en las que había tomado parte, la muerte era sinónimo de derrota, Vykedal siempre había conseguido regresar con vida al hogar y, por tanto, victorioso. Ahora y por primera vez, aunque vivo, iba a volver irremediablemente derrotado.

 

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