Aunque te digan diez mil veces que no debes confiar en nadie, y menos en los prácticamente desconocidos. Sucede lo siguiente: te tratan bien durante un período de tiempo relativo y acabas tendida en sus brazos, como quien no quiere la cosa, alelada y ciega total. Y es entonces, y solamente en ese instante, cuando te traicionan, te venden y te lanzan a los leones. Y eso fue lo que me pasó, sin ninguna duda.
Mis abuelos me tenían en el quinto cielo, no podía desear más, me malcriaban, como si estuviera bajo los efectos del alcohol. Así que bajé la guardia y empecé a andar, hablar y a sonreír, y hacer cosas tontas y ñoñas de bebés rechonchos y repelentes, ¿Por qué? Pues porque es lo que era, un bebé rechoncho con ganas de pasárselo bien y muy testarudo. ¿Y qué me hicieron ellos? Está claro, internarme en un centro para bebés rechonchos y ñoños. Sí, sí, como os cuento, así me pagaron toda la compasión que había mostrado des del principio, todo mi esfuerzo para aprender a hablar su estúpido idioma de seres ineptos, todo el amor que les había dado… Malditos topos.
Así que un día, sin comerlo ni beberlo, en vez de seguir la ruta diaria hacia casa de la abuela, se desviaron y me dejaron en una GUARRERÍA, también conocida como GUARDERÍA, llena de mocosos, de niños sucios a los que les sobresalían los fluidos por todos los agujeros posibles del cuerpo, engendros de la naturaleza, bebés pútridos amordazados con el chupete y vestiditos como si fueran mini-payasos. Eran bebés zombis, os lo aseguro. Iban de un lado a otro babeando en busca de bebés sanos a los que chupar, babear y convertir con su saliva.
En esos instantes recé, supliqué y me dirigí a mi dios inexistente, inútil y sumamente retorcido, exigiéndole que me salieran los dientes y las uñas, porque estaba dispuesta a acabar con todos esos monstruitos babosos de carnes blandas y pañales sucios, de un modo u otro. No quería convertirme en un muerto viviente.
Es cierto que había unos adultos que se encargaban de que nadie se comiera a su compañero, ponían orden conservando a los soldados más aptos, pero que queréis que os diga, después de que mis padres me la jugaran no estaba dispuesta a fiarme ni de mi sombra. Cargué mi sonajero, cogí cuatro botes de polvos de talco y me los puse en el pañal. Así me protegía contra esos malditos bastardos y evitaba tener problemas, a veces tenía que recorrer al contrabando de tierra pero la supervivencia es la que manda.
Lo mejor de todo es que la velocidad de esos seres era inferior a la de un caracol borracho y su visión era como la de un topo, así que podía moverme de un lado a otro sin que me atacarán o percibieran mi presencia e incluso podía molestarles y reírme de ellos. Odiaba ese lugar, pero me sentía como Clint Eastwood, desde lo alto de la casita del parque con el chupete ladeado y cerrando un ojo, cegada por el sol, removiendo lo poco que quedaba del biberón y con mi sonajero en el pañal. La guerra había empezado y era la pistolera más rápida.
Relato e Ilustración de Riastone.