Tristura

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La ilustración es de Carolina Bouza, a quien podéis seguir en Facebook o en Instagram.


 

La disyuntiva entre ausencia y tristeza se le presentó a Anastasio cuando decidió dedicarse al oficio de payaso. Lo de ser payaso lo decidió tras una fiesta de carnaval. El carnaval le gustaba por la simple razón de que le brindaba la oportunidad de ser invisible, de que la gente no percibiese su verdadera cara, plúmbea y anodina. Se vio tan cómodo enfundado en el disfraz de payaso, que lo interpretó como una revelación. Eso era lo que necesitaba hacer el resto de su vida.

Tenía claro que no quería ser un carapintada de corte tétrico. No pretendía infundir temor en los demás. Se contentaba simplemente con que la gente no lo rechazase. Se dio cuenta de que a un payaso, por el simple hecho de serlo, se le perdonan ciertas cuestiones. La nariz, por ejemplo. Esa formidable mole que dominaba la cara de Anastasio era un imán para las miradas ajenas, que siempre acudían con ánimo morboso. La gente a su alrededor solía mirar su cara con mayor o menor disimulo, llegando a hacer en ocasiones silenciosa burla acerca de tan destacable rasgo. Pero llevando el atuendo de payaso la situación cambiaba. Esa nariz ya no destacaba de forma tan grotesca, sino que pasaba a considerarse como un elemento más de maquillaje.

Otro ejemplo eran sus escuálidos cabellos. Unos volubles filamentos que descansaban precariamente sobre su espacioso cráneo. Ridículos cuando se apreciaban al natural. Pero cuando esos mismo cabellos los exhibía en calidad de payaso, se celebraban incluso como la perfecta guinda al pintoresco estilismo del buen bufón. En definitiva, había encontrado un colorido escudo con el que combatir esa sensación de sentirse permanentemente señalado.

Otro detalle que tuvo que decidir era qué talante debía presentar cuando actuaba como payaso. Anastasio no se consideraba una persona de grandes estridencias. Se planteó, pues, que el tono que más estaba a su alcance era o bien el ausente o bien el triste.

Optó finalmente por ser un payaso ausente. Se especializó en el arte de convertirse en estatua humana. Encajaba perfectamente con su pretensión de desaparecer ante la vista de todos. Era un trabajo que desarrollaba en plena calle. Y, aunque el hecho de querer librarse de la pesada sensación de ser juzgado por los demás precisamente exponiéndose de una forma tan obvia pudiese resultar paradójico, lo cierto es que Anastasio conseguía sentirse liberado cuando hacía su número del payaso ausente, con todo el vestuario y la caracterización que lo envolvía. Y además, de vez en cuando, le daban alguna que otra moneda.

Disfrutaba durante el día de su papel. Pero había alguien cuyo juicio y cuya mirada nunca podía esquivar. Cada noche al llegar a casa se encontraba esa mirada tras quitarse sus pinturas frente al espejo. Era la suya propia. No podía engañarse a sí mismo. Él sabía mejor que nadie quién era y todos los reproches que continuamente se hacía.

Anastasio pasaba así los días, representando su número del payaso ausente para tratar de sobrellevar sus complejos.

Hasta que un día ocurrió algo que interrumpió su rutina. Estando en una concurrida calle peatonal, en plena faena, inmóvil como una efigie de mármol mientras la muchedumbre iba y venía a su alrededor, observó que un camión entraba en la calle a gran velocidad, arrasando todo lo que encontraba a su paso. Pocos eran los transeúntes que se libraban de ser alcanzados por el pesado vehículo, que avanzaba de forma inmisericorde hacia el lugar donde él se encontraba.

Anastasio, al contrario que todos los que desgraciadamente se encontraban en aquel momento a merced del infernal vehículo, no intentó evitar la desgracia que sobre él se cernía. Si hubiese sido en otras circunstancias, seguramente hubiese intentado esquivar la amenaza. Pero justo en ese instante descubrió que no le importaba morir siendo un payaso, que si su vida tenía que terminar era preferible que fuese así y no en cualquier otro momento en el que no estuviese cumpliendo con su rol de payaso. Así que permaneció en su sitio, como la estatua humana que era, impertérrito.

Sin embargo, cuando el camión estaba ya a punto de abalanzarse sobre él, realizó un brusco giro y continuó su macabro trayecto en otra dirección. ¿Acaso el infame conductor que perpetraba aquel ataque no lo había visto? ¿Lo había considerado un obstáculo para lograr su terrible propósito? ¿O quizá sí lo había visto y lo había evitado deliberadamente?

Anastasio, que siempre se había considerado alguien desgraciado, había presenciado como la mayor de las desgracias había pasado frente a él y no le había rozado ni uno solo de sus enclenques cabellos. Aquel día la ausencia se había materializado en algo físico, palpable. Y nada tenía que ver con el concepto teatralizado al que tanto se había entregado en sus actuaciones. Esa noche se miró al espejo, todavía maquillado, y se dio cuenta de que ya no podría seguir persiguiendo la ausencia. De repente, se había convertido en otra cosa. Era un payaso triste.

Y desde entones ya nunca pudo ser otra cosa que no fuese un payaso triste.

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