Joviales pies en la arena,
juegos felices de infantas,
jóvenes vidas apenas,
segadas en lid nefasta.
Se oyó un funesto alarido,
surgió del mar agitado,
como el presagio maldito
de un vil zarpazo inhumano.
De sangre tiñó la playa,
y de angustioso espanto
el temple de quien relata
el hambre atroz de aquel diablo.
Se prohibió pisar la orilla,
pero a las pocas jornadas
incluso en la misma villa
aquel demonio atacaba.
Deja su acuático hábitat
con caminar despiadado,
para sumergir en lágrimas
todo un pueblo desolado.
Testimonios pavorosos
daban cuenta del aspecto,
indeseable y odioso,
del rüin e infausto engendro.
Una criatura bastarda,
amplias alas de murciélago,
y unos ojos de mirada
más fría que mil y un témpanos.
La villa de Redondela,
bajo una pena doliente,
votó declarar la guerra
a aquella infernal serpiente.
Reclutaron recios hombres,
los intrépidos y osados,
liberados de temores
en grupo de veinticuatro.
Los mozos, rayando el alba,
para frenar tal tortura,
se unieron en alianza
dispuestos para la lucha.
Al grito del campanario,
aún en la gris penumbra,
acudió el reptil, osado,
ignorando la conjura.
A un tiempo atacaron juntos
hendiendo acero forjado,
y con indómito impulso
el monstruo fue derrotado.
Filosas armas se alzaron
en torno del dragón muerto,
y con alivio bailaron
al ritmo de un fiel pandero.
El mismo lugar del triunfo
sumó a su épica esencia
aromas de buen futuro
y de libertad completa.
Aún hoy celebran fiesta,
con danzas, gozo y espadas,
que evoca a la espuria bestia;
tragedia nunca olvidada.
La ilustración es de Marina López, a quien podéis seguir en su página web, Instagram o Twitter.
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