Cita en el parque

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Se estaba retrasando de manera escandalosa. Tres horas y cuatro minutos de retraso, para ser exactos. Miraba de manera intensa hacía el único lugar por donde podría aparecer, como convocándolo con una especie de sortilegio de magufo. ¿Sabes que la ciencia prácticamente desmintió que sentimos cuando alguien nos mira? Simplemente el instinto de supervivencia nos hace paranoicos y cuando giramos la cara para comprobarlo entonces es cuando llamamos la atención y nos miran. Paradójico.

Se negaba a soltar la bolsa de la compra con el material. Quería dar la sensación de que acaba de llegar, ya que si su cita se empeñaba en retrasarse no quería incomodarle con que la había hecho esperar. Era extraño porque solía ser puntual, con ese caminar enérgico podía plantarse en cualquier punto de la ciudad casi al instante. Lo llamaba “velocidad de crucero” cuando alguien se quejaba de sus zancadas. Cada día pasaba por ese parque cuando salía del trabajo y ella estaba bien a la vista, era matemáticamente imposible que ya hubiera pasado sin verla. Quizá una serie de catastróficas desdichas le hubiera hecho imposible pasar por ahí, ¿le habría ocurrido algo?

El brazo le temblaba. La bolsa no llevaba mucho peso, pero mantenerla en la mano durante más de tres horas había mermado sus fuerzas. No tardaría en anochecer, pero ella se negaba a retirarse. Esperaría.

Una farola cercana se encendió cuando la oscuridad ya era bastante profunda. Quizá aún estaba programada en el horario de verano a pesar de estar bien entrados en octubre. Seguía sin apartar la vista de la entrada por la que debía aparecer y su brazo chillaba de dolor. Echaba de menos el canto de los grillos nocturnos en verano, aunque también echaba de menos el sabor de la tarta de zanahoria o poder sentarse cómodamente en un banco a esperar como una persona normal. Sabía que al final acabaría por aparecer.

Amanecía mientras los aspersores se desperezaban. Ella era la viva imagen del estoicismo, se negaba a dejar que las piernas le flaquearan o percibir el frío mordiente de la mañana.

Ahí estaba.

Fuera de su horario normal. Con una expresión de terror en la cara. Bueno, ya le valía…llegar tan tarde, tan sumamente tarde. Iba acompañado por hombres uniformados y también por… la bestia.

Los uniformados arrastraban a una suerte de hombre encadenado. Pero ella solo contemplaba como la “velocidad de crucero” de él se había desbocado y desorientado. El muy bobo estaba mirando detrás de cada árbol, estaba muy gracioso. La bestia no lo había puesto tan fácil.

Abrió por fin la bolsa de la compra, llena de piñas sin piñones y la dejó caer a sus pies. Claramente una no valía para llamar la atención, así que comenzó a dejarlas caer a puñados. Golpeaban el césped húmedo haciendo un sonido seco, curiosamente.

Lo vio asomarse de detrás de un árbol y mirar hacia arriba. Obviamente él solo veía como las piñas caían de un árbol cercano, hacía mucho tiempo que no la miraba a los ojos… así que suponía que tampoco se disculparía por no haber ido ayer al parque. Quizá pasó la noche en la comisaría, desgastándose los dientes de tanto apretar la mandíbula mientras escuchaba a la bestia confesar.

En lo que a ella le pareció un paso y medio, él se colocó a centímetro y medio de su nariz. Por supuesto puso la mejor de sus sonrisas e incluso se recogió un mechón tras la oreja de manera coqueta. Como única respuesta, él se agachó y miró curioso las piñas. Comenzó a cavar con sus propias manos.

Los uniformados no tardaron en unirse a él. Las tumbas poco profundas nunca guardan bien sus secretos. Junto a sus ropas raídas estaba la bolsa de la compra que nunca había soltado, con el arma perfectamente conservada. Su asesino no había sido muy inteligente. Su cuerpo no estaba muy presentable, aun así, él no tuvo reparos en juntar sus labios en un beso entre sollozos. Una última despedida para el tardón que siempre amaría.


La ilustración es de Amelia Navarro

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