Frío

Mónica de Rivas

No era alguien que le gustara bailar. Disfrutaba la música, pero eso de apelotonarse con luces estroboscópicas de colores y un montón de gente aspirando todo el aire, no era lo suyo. Sin embargo, iba a esos concurridos lugares donde se socializaba con una mezcla de nocturnidad, ebriedad y alevosía. Lo hacía por salir, con una mezcla de culpabilidad e incomodidad, si algún adjetivo se repetía mucho al referirse a ella era: frialdad. Era mucho más de bailar en su casa, al atardecer, con las ventanas invitando al frío mortecino del invierno a entrar. Lo hacía mientras recogía, preparaba todo lo que necesitara para el día siguiente, cocinaba o pensaba.

¿Os habéis sentado alguna vez a pensar? Puede sonar a patochada, pero no lo es. Mucha gente lo obvia o le dedica un nimio esfuerzo mientras se dedica a otras cosas. Me refiero a sentaros en un lugar concreto y dedicarse únicamente a la labor de pensar. ¿Quién fue la persona que descubrió como hacer pan? Seguro que fue algún despiste al dejar harina humedecida y alguien, que no estaba bien del tarro, lo cocino para ver qué pasaba. Lo mismo podemos decir de la cerveza o del vino…pero ¿Y el queso? ¿Quién fue la primera persona en domar un caballo? ¿en construir un trampolín? No podía evitar pensar que en otros tiempos todo era como un patio de recreo donde se podía experimentar, tocar, probar, intentar… claro que algunos morirían envenenados, zampados o fileteados. Ahora todo tenía que ver con procesadores, física subatómica o el cosmos y, no es que a ella no le gustaran las matemáticas, pero sabía que los números no la tragaban por ser pelirroja o preferir las letras.

En mitad del pensamiento sobre el racismo de las matemáticas, Moriarty se aupó en su regazo y comenzó a afilarse las uñas con sus pantalones. Dedicó casi tres sesiones de pensar para elegir el nombre de su felino compañero. Si ella fuera de tener archienemigos sabía que irremediablemente sería un gato. Con esa elegancia ausente, ese ronroneo interesado o esos maullidos inquisitivos exigiendo alimento. No podía pedir mejor contrincante.

Moriarty era un gato curioso pues le agradaba acompañarla a dar sus paseos. A veces se ausentaba para dar un rodeo por un techado o un árbol imponente…pero se guardaba de los desbocados y no-me-fio-de-tanta-alegría cánidos. Casi se olvidó del paraguas antes de salir e incluyó el clásico libro de “por si acaso” y fue con paso bailarín a por un café caliente.

—Tu café, gracias… ¡oh! ¡Qué manos más frías!

Ella no lo sabía, pero era la vez un millón que alguien utilizaba la palabra “fría” o derivados para referirse a ella. Había aprendido a encajarlas bien o incluso a no darles importancia, pero un millón de veces son un montón de veces. Incluso esa vez en concreto fue un comentario anodino e inocente, pero la gota más pequeña es capaz de colmar el vaso.

El mundo se congeló.

La chica se quedó quieta cuando el mundo se convirtió en hielo, Moriarty hacía lo posible para mantenerse erguido y la cafetería comenzó a deslizarse. El efecto carambola fue suave pero el suficiente para que cada manzana comenzara a moverse de manera perezosa. Podríamos decir que ahora el mundo se había convertido en un ancho lugar donde todo bailaba, aunque sin las molestas luces.

Literalmente, el mundo se convirtió en una bola de hielo frío y resbaladizo. No quiero alarmas de ningún tipo, pero cuando dices algo de manera habitual, al final lo conviertes en una realidad. Es lo más parecido que tenemos a pedir un deseo a una estrella o a un genio. Aunque también es cierto que usamos este poder para labores mucho más maquiavélicas y negativas… y no nos damos cuenta de que nuestra palabra puede ser el desbordante número un millón. Un millón, ese número exacto, al final todo será culpa de las matemáticas.


La ilustración es de Mónica de Rivas

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