Destellos que rasgan la noche

sparkle_melimolita

Puede que os parezca una madre poco ortodoxa. Hoy he llevado a mi hija a visitar la montaña. No para enseñarle las diferentes especies de árboles que allí habitan, ni tampoco para admirar, siquiera fugazmente, a algún pequeño animal desenvolviéndose en su hábitat natural. Aunque, por supuesto, todo eso también hemos podido hacerlo. Pero el motivo por el que la llevé a la montaña era simplemente para que contemplase desde lo alto, de la forma más clara posible, la nube de polución y aire sucio que descansa sobre cada rincón de la ciudad en la que vivimos. Sé que no parece el plan más divertido para una mañana de sábado. Y no es que pretenda inculcarle una forzada animadversión a las ciudades, ni nada parecido. Ocurre que, en ocasiones, ciertas experiencias vividas en el pasado acaban definiendo la manera en la que nos comportamos, y me temo que yo no puedo olvidar algo que me sucedió hace mucho tiempo.

Cuando era niña me entusiasmaba visitar la casa de mis abuelos. Vivían en una zona rural, y para mí, que venía de la ciudad, llegar a aquella casa en medio del campo significaba viajar a un lugar donde las cosas que sucedían eran diferentes, mágicas. Recuerdo que poco después de cumplir diez años fui a pasar un fin de semana con mis abuelos para celebrarlo con ellos. Con mis padres y amigos ya lo había celebrado en mi casa, pero mis abuelos eran cada vez más reacios a abandonar la tranquilidad de su hogar, así que solía hacer una segunda celebración con ellos. Por aquella época, además, mi abuelo estaba algo más débil que de costumbre. Tosía con frecuencia y se quejaba varias veces al día de lo cansado que estaba. Cuando le preguntaba qué era lo que le pasaba, él siempre me respondía lo mismo: que unas malvadas hadas que habitaban el campo le estaban quitando las fuerzas poco a poco. Supongo que lo hacía para no tener que explicarme lo que sucedía realmente. Recuerdo que me parecía muy injusto que esas hadas granujas quisiesen quedarse con las fuerzas de mi abuelo, así, sin más motivo.

Mis abuelos me habían preparado una tarta de cumpleaños casera, y en lugar de velas habían puesto unas bengalas muy largas. Los chispazos de luz que despedían esas bengalas me tenían fascinada. Aquella noche no conseguí conciliar el sueño. Quizá por haber comido demasiada tarta, o quizá porque todavía me duraba la excitación que siempre sentía en las celebraciones de mis cumpleaños. El caso es que a través de la ventana de mi habitación vi un destello que procedía del exterior. Me acerqué al cristal y descubrí que la luz procedía de un insecto que volaba frente a la ventana. Yo pensé que era una de esas hadas de las que mi abuelo me había hablado, y al asomarme comprobé que había más luces que iluminaban todo el campo.

Entonces decidí salir y ahuyentarlas. Pasé por la cocina y encendí una de las bengalas que habían sobrado de la celebración. Portando mi centelleante antorcha, empecé a perseguir a las hadas tratando de que se alejasen de la casa. Mientras perseguía a una de ellas, que estaba resultando ser especialmente huidiza, acabé tropezando con un vallado que rodeaba un agujero no muy profundo en el suelo. Parecía que estuviesen llevando a cabo alguna obra allí, aunque a esa hora lógicamente no había nadie trabajando. Dentro del agujero se veían muchas lucecitas agitándose. Pasé bajo las vallas y me asomé al borde. En el fondo, mezclado con la tierra, se podía vislumbrar una especie de polvo blanquecino. Extendí la mano para tocarlo y descubrí que se trataba de unas pequeñas rocas, pero muy livianas, que se deshacían fácilmente al hacer cierta presión con los dedos. Deduje que allí era donde las hadas estaban escondiendo las fuerzas que le habían estado robando a mi abuelo. Pensé que esa extraña sustancia quizá podría devolverle la vitalidad. Así que guardé un par de piedrecitas en mi camisón y regresé a la casa.

A la mañana siguiente, mientras mis abuelos estaban preparando el desayuno, me presenté en la cocina y les enseñé las piedrecitas que había descubierto durante la noche. Nunca olvidaré la cara de espanto que puso mi abuela mientras gritaba que me alejase de esas piedras. Mi abuelo me las arrebató de la mano y las metió en una bolsa. Acto seguido me agarró del brazo con fuerza y me llevó a toda prisa hasta el cuarto de baño, donde empezó a lavarme las manos de una forma tan frenética que me dolían. Desde la cocina escuchaba a mi abuela hablando a gritos por teléfono. Yo no entendía nada de lo que pasaba y solo pude romper a llorar.

Mis padres vinieron a recogerme y me llevaron a un hospital. Estuvieron limpiándome y haciéndome pruebas durante bastante tiempo, pero al final pude regresar a casa y continuar mi vida con normalidad. Supe a raíz de todo aquello que lo que había encontrado en el agujero aquella noche eran unos residuos tóxicos procedentes de la fabricación de pesticidas. La empresa que lo fabricaba los había vertido de forma incontrolada por toda la zona. Mis abuelos murieron poco tiempo después, por causas derivadas de una exposición prolongada a esos residuos.

Las obras de saneamiento que se estaban haciendo en torno a la casa fue lo que reveló la existencia de los residuos. Pero a pesar de haberse descubierto que habían estado allí enterrados desde hacía décadas y que sus efectos podían ser letales, las autoridades nunca hicieron nada al respecto. Creo que a día de hoy todavía persiste el problema, y lo único que ha podido hacer la gente del pueblo es irse a vivir a otra parte. Mis abuelos, tras descubrir que habían estado media vida cultivando en una tierra envenenada y bebiendo agua contaminada, se resignaron a quedarse en su hogar y terminar allí sus días. Habían estado expuestos durante demasiado tiempo y los efectos en su salud ya eran irreversibles. Mi exposición no fue suficiente como para sufrir efectos perjudiciales. Me recuperé bien. Y, años después, mi hija nació totalmente sana.

Supongo que comprendéis mi obsesión por que mi hija se percate de los peligros que están al acecho, de la oscuridad que nos amenaza sin que siempre seamos conscientes. Pero no penséis que he desterrado la fantasía de su vida, o que quiero anular su capacidad de ensoñación, y que únicamente preste atención a la deprimente realidad. Simplemente quiero que tenga claro dónde están las fronteras. Esta misma noche, de hecho, llevaré a mi hija a ver un espectáculo de fuegos artificiales que se celebra en la ciudad, sobre ese mismo cielo contaminado que le acabo de enseñar. Y confío que el espectáculo la fascine tanto como a cualquiera, y que alimente su rica imaginación. Porque esos destellos de fantasía tienen una fuerza que ni la mas negra oscuridad puede anular.

 

La ilustración es de MeliMolita, a quien podéis seguir en Tumblr, Twitter, Facebook, Instagram, o Vimeo.

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