Margarita vivía del cuento

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Siempre quise ser como Margarita, la vecina del ático. Todos hablaban mal de ella pero yo sabía que escondía algún apetecible secreto. La primera vez que la vi fue en el ascensor, yo llegaba tarde como de costumbre, mi cabello lucía alborotado esperando albergar aves migratorias, vestía la camisa mal abrochada y alardeaba de bragueta abierta dejando asomar todas mis virtudes más bajas. Margarita de pelo azul, presumía de rizos infinitos a las siete de la mañana, se admiraba en el espejo, creo que quería abrazarse pero la dureza del cristal solo le permitía gozar de las vistas. De repente, retocándose el maquillaje, empezó a pronunciar vocablos que no tuvieron la suficiente fuerza para llegar a mis oídos. Absorto en mi infamia de lunes lluvioso no la entendí bien e intuyendo que seguramente se trataba de una conversación como tantas de ascensor, le respondí:

-Pues dicen que lloverá hasta el domingo, menudo tiempo.

Margarita ni se inmutó. Y prosiguió con lo que resultó ser un monólogo. Coqueta ante el espejo del ascensor, sintiendo la ley de la gravedad, dijo:

-¿Espejito, espejito, quién es la más bella del bloque? Yo, ente inerte de cristal fino, qué obviedad.

Me asombró sobremanera, y cuando me aventuré a rozar su tímpano con otra leve cháchara sin sentido, se colocó las gafas mediante una leve presión en el puente de las mismas mostrándome el dedo corazón, y entonces, se fugó dejando tras de sí una de sus botas de agua de color azul. Desde ese momento, todos nuestros encuentros resultaban fugaces pero dejaban una estela en mi pensamiento durante días. Los vecinos siempre se quejaban, murmuraban y criticaban sus rarezas, yo siempre encontraba una explicación razonable al desencanto que ellos censuraban con vehemencia.

Antonia, la abuelita del segundo llevaba la cuenta de los hombres que salían del piso de Margarita, dice que sabía que venían de allí porque les envolvía un aura de terciopelo azul. Yo imaginaba que esos hombres salían de su armario como si de una fábrica de señores con traje se tratara.

Jesús era el hombre que decidió cargar con el peso del vello facial de todo el bloque, sí, digamos que era su modo de autocastigarse, no vaciló ni un segundo y dejó que todas las barbas le crecieran a él. Nadie sabía si iba vestido o no. Este último estaba obsesionado y decía que Margarita estaba loca, que hablaba con los animales, con las palomas y los ratones. Yo sabía que en realidad, esos adorables animalillos le ayudaban a coser, ya que era costurera, y a veces no llegaba a tiempo y los encargos se le echaban encima cual tsunami y había descartado la explotación infantil como opción.

Las chismosas del quinto, una vez, mientras recogía el correo, a grito pelado hablaban de la ridícula afición de Margarita por comprar lámparas antiguas y fregarlas hasta que quedasen relucientes, lo etiquetaban a modo de patología psiquiátrica de trastorno obsesivo- compulsivo. Para mí estaba claro, ella solo buscaba su suerte en los genios durmientes que suelen habitar en este tipo de artilugios.

Todos esos rumores, me crearon una gran expectación y no pude evitar subir a su piso e iniciar como mínimo algún tipo de amistad. Educado como ninguno y con la necesidad de ser un exquisito invitado en su villa, llevé conmigo unas manzanas rojas brillantes. Margarita, hipnotizada, me sonrió y cogiendo una manzana de la cesta le dio un suculento bocado mientras yo observaba sus labios carnosos. Y de repente se desplomó con la elegancia de una pluma. Algunos dicen que sufría de narcolepsia, yo le sigo dando besos por si despierta, ya saben eso que dicen, algunos son unos cuentistas y otros solo viven del cuento.

 

Relato e ilustración de Riastone .

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