Entre las brumas matutinas, siempre se adivinaba una silueta de una construcción ominosa de piedra. Las gentes de las aldeas cercanas, eran incapaces de identificar el castillo. A pesar de las envejecidas generaciones y la naturalidad que te otorga solo el tiempo, nadie sabía a qué pertenecía la sombra que se levantaba entre las nubes.
Una princesa dormitaba en un alto torreón, cumpliendo el estándar de cualquier cuento trillado. Pertenecía a una familia antaño de noble sangre, que; por desavenencias con el clero o una madrastra enfurruñada, vio la desgracia cerniéndose sobre sus estandartes y sobre sus buenas relaciones. Su nombre cayó a un pozo oscuro del cual jamás salieron.
El tiempo hizo crecer fuerte al musgo, nacieron humedades en los techos, la madera su pudrió y los metales se oxidaron. La princesa traspuesta se vio cubierta de telarañas y sus sábanas sedosas se volvieron rugosas y frágiles. Esperando un príncipe intrépido que rompiera un hechizo ancestral, esputado con nocturnidad en un aquelarre. Pero nadie llegó.
El olvido siempre viene atenazado por la soledad. No es de mucho agrado que olviden tu rostro, tu nombre, tus alegres manías o tus sabores favoritos. La princesa era consciente de su prisión silenciosa y la esperanza se desgajaba mientras el tiempo caminaba a sus anchas por todo lo que la rodeaba. No era importante para nadie, nadie acudiría a su rescate, a nadie se le había perdido nada en su alto torreón azotado por los años. Al parecer, nadie tiene derecho a ser feliz.
Los siglos corrieron como galgos. La naturaleza ya había reclamado la cima con su hirsuta ternura y la piedra de la construcción crujió y se quebró. La paciencia inexorable hizo que el castillo se viniera abajo; primero fueron las alas centrales y las torres fueron después. Cuando el minarete de la princesa se desplomó, lo hizo con un terrible crujido que espantó a todas las aves. La madera intentó aguantar tanto como pudo, pero era una viga carcomida, cansada y anciana y… cedió. El cuerpo impoluto de la princesa se precipitó con los cascotes, se dejó llevar por la leve ingravidez antes de quedar sepultada por la piedra y la madera.
La princesa abrió los ojos y se levantó. Después de tanto tiempo, pestañeo con soltura y comprobó cada una de sus articulaciones. Un caballo relinchó en el exterior y la Muerte la esperaba tras los restos de unas escaleras. La princesa se sintió liviana y algo translucida, pero eso no era importante…alguien había ido por fin a buscarla.
La inexpresividad de la Muerte no le importó a la muchacha. Sería su caballero de oscuros ropajes, su paladín pálido, su guerrero de la justicia y preocupado por el amor. La Muerte no dijo nada, ni la agarró por la cintura y tampoco hubo ningún beso; solo la invitó a montar al blanco corcel. La princesa montó y esperó a que su acompañante también montara y la abrazara y protegiera con su esquelético cuerpo. Pero no lo hizo.
Sin mover sus mandíbulas caravista, la Muerte solo la miró y dijo “Siempre hubo alguien que quiso salvarte y no pudo hacerlo. Ahora está muerta y monta un claro corcel…y lo hará hasta que aprenda a amarte”
Y la princesa cabalgó, más tiempo del que a ninguno nos gustaría admitir. Pues si hay algo más difícil que el amor ajeno, es el amor propio.
La ilustración es de Lara López