Espino Blanco

Soledad - Najuzaith Zahell

Encontraron el lugar al cuarto día, tal y como había predicho el esbelto hombre de cabellos rubios. La travesía en barco había sido dura, y más aún la caminata sobre interminables dunas hacia un destino incierto. Sólo el temor a lo que dejaban atrás les había impulsado a seguir. Por eso, cuando Naziya vio el grupo de palmeras a lo lejos, gritó de alegría pese al cansancio, el calor y los pies doloridos. Durante gran parte del viaje, había creído que el calor los mataría, pero su hermano siempre decía que los nómadas llevaban el desierto en la sangre, y que podían aguantar el sol y la falta de agua igual que los camellos.
Y sin embargo el hombre rubio era tan pálido y su nariz tan estrecha… no era un nómada, pero había salido del desierto con su larga melena ondeando al viento, montado sobre un caballo que no dejaba huellas al caminar, sus extravagantes ropajes sin un solo grano de arena. Naziya se había asustado, pensando que se trataría de un demonio, pero sus palabras habían sido amables, tranquilizadoras y llenas de una esperanza tan imposible como atractiva.
El olor y el frescor de la vegetación ya acariciaba sus rostros, estaban tan cerca… Naziya apretó con fuerza la semilla que llevaba en la mano. Ya veía la estructura de piedra que habían ido a buscar, el pozo que había descrito su enigmático salvador.
Naziya se deleitó en notar cómo la abrasadora arena se convertía en hierba seca, firme y agradable. Al pasar bajo la sombra de las palmeras, notó cómo se volvía más mullida, más fresca, como hojas de hierbabuena. Se detuvo a tocar las finas briznas, imposiblemente verdes y exuberantes, hasta que su padre la llamó. Estaba asomado al pozo y parecía desconcertado.
Naziya corrió hacia él y se asomó. Subía una brisa fresca y húmeda, como si la misma tierra estuviese respirando. Entonces Naziya vio, con una claridad propia de un sueño, el Paraíso. Era una isla, de un verde tan intenso que parecía una piedra preciosa reluciendo entre las olas del océano. Se sintió volar sobre una corriente de aire frío, notó el sabor a sal sobre los labios, y creyó incluso escuchar una música extraña y hermosa, tenue entre el rugido del mar. “Cuando llegues, verás mi hogar”, había dicho el hombre rubio. No le quedaba duda alguna de que debía ser un dios.
Bebieron, no sin cierto miedo, de aquellas aguas y finalmente pudieron echarse a descansar. Naziya notaba cómo se le cerraban los ojos, pero no debía dormir aún, faltaba lo más importante. Eligió un lugar donde la tierra era blanda y húmeda y se puso a cavar con las manos. El trabajo era lento y pesado, pero la voz del desconocido aún resonaba en su memoria. “Puedes salvarnos si siembras esta semilla de espino blanco, y si nos salvas te protegeremos siempre”.
Despertó acurrucada junto a su hermano, sin saber muy bien cómo había llegado hasta allí. El cielo, aún oscuro en el oeste, empezaba a clarear, pero la temperatura era agradable y una suave brisa fresca hacía susurrar la hierba. Se levantó sigilosamente y miró hacia el pozo. Se quedó sin aliento.
En el lugar en el que había enterrado la semilla se erguía un árbol de aspecto centenario, con sus ramas desnudas recortadas contra el cielo. La voz del extraño volvió a acudir a su mente. “No es sólo el agua y el sol lo que alimenta al árbol, también necesita tu fe. Pídele ayuda y él velará por vosotros”.
Lentamente, con cuidado de no despertar a nadie, buscó una tela blanca y la hizo jirones. Humedeció el primero con el agua del pozo y se dirigió a su hermano, que se revolvía y murmuraba en sueños. Pasó la tela por su frente mientras recitaba una pequeña oración, y de inmediato notó cómo su cuerpo se relajaba y su respiración se volvía pausada y profunda. Corrió hasta el árbol y ató la tela a una de sus ramas. Hizo lo mismo con su madre y con su padre, sonriendo al ver cómo las arrugas de preocupación desaparecían de sus rostros. Por último, lavó su cansancio, sus miedos, el llanto acumulado de meses y el polvo del camino de su cuerpo y de su mente y humedeció otro trozo de tela más mientras murmuraba un sencillo deseo. Ató los últimos retales a las ramas con reverencia mientras daba las gracias al árbol y a quien les había llevado hasta allí.
Una línea roja había aparecido en el horizonte, y Naziya decidió volver con su familia antes de que despertasen. Mientras se daba la vuelta, una fuerte ráfaga de viento sacudió las ramas del espino blanco con tal fuerza que el último jirón se desprendió y salió volando, perdiéndose entre la arena antes de que Naziya pudiese dar un paso para recuperarlo. Se quedó mirando a la nada unos instantes antes de volver, cabizbaja, hacia las palmeras. Quizás aquel no fuese el final del viaje después de todo.

Arte de: Najuzaith Zahell

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