Por allí circulan los navíos

Divadluis

«Por allí circulan los navíos y Leviatán que hiciste para entretenerte».

Salmos, 104:26

Sabía cada versículo de memoria, pero sus manos parecían buscar, en la desesperación de su condena, consuelo entre aquellas páginas.

Cerró la Biblia y la encajó en el espacio que reservaba para ella en la estantería. Tenía frío, aunque la temperatura no había bajado en los últimos días de los 25º C. Se sentó bajo un rayo de sol que caía junto a la ventana y vio cómo la gente caminaba por la calle, ignorando su mirada atenta, su mala suerte echada.

Los días de calma habían terminado. Desde hacía varias noches, había empezado también a sentir un hormigueo en el cuerpo, una inquietud inexacta y continua que la dejaba sin aliento. Había tenido un sueño febril y aciago; apenas si podía poner en imágenes los recuerdos que se agolpaban en su mente el amanecer de aquella mañana. Pero lo sintió. Algo en ella lo sintió. Supo lo que había sucedido mucho antes de verse al espejo, antes de encender la luz y mirar sus manos.

Era su última semana antes de ingresar en la orden y había decidido ir a pasear por la playa. Echaría de menos el sonido del mar sobre la arena, ese lenguaje siempre misterioso, como una caracola que encierra secretos que ningún oído humano es capaz de descifrar. Era temprano, como siempre, y el único sonido que rompía en arrullo monótono del agua eran los ladridos de un perro que jugueteaba con las olas. Cuando la vio, salió a su encuentro, el pelo mojado y la cola salpicando de arena el aire. Ella retrocedió un paso, pero su dueño comenzó a llamar al animal, que acudió obediente. Él le hizo un gesto y ella sonrió. Aquella sería la última vez que la miraría un hombre.

Amo y siervo se alejaban ya por la playa cuando vio cómo algo se movía junto a la orilla, en el lugar donde el perro había luchado por contener el empuje del mar. Podría haber sido un tronco, podría haber dado media vuelta y continuado su camino, pero se acercó. Lo hizo despacio, con cautela, y vio cómo algo se mecía, arrastrado bajo los deseos caprichosos del agua. Parecía un lagarto, pero de cabeza más alargada y cola gruesa. Era de color oscuro, con ojos atentos y a la vez sosegados. Una tristeza infinita se adueñó de ella, apoderándose de sus entrañas de un modo que no podía entender. La agonía del animal herido parecía interminable, mientras un hilo de sangre se diluía en cada ola. Sus patas se movían levemente, pero los movimientos eran cada vez más irregulares. Sin saber por qué, lo levantó, se sentó junto a unas rocas y lo apoyó en su regazo, que comenzaba a teñirse con el color de sus últimas gotas de sangre. No soportaba ver cómo al animal se le agotaba la vida, permanecer inmóvil ante aquel sufrimiento tan ajeno y conmovedor. Sujetó con firmeza el cuerpo con la mano izquierda, cerró su mano derecha sobre la cabeza, y la giró con un movimiento fugaz e inesperado. Permaneció quieta un instante, jadeando, los músculos tensos y el corazón cansado. Lo enterró bajo los arbustos que cercaban el paseo junto a la playa, se subió al coche y regresó a la ciudad. No se fijó en el arañazo sutil que cruzaba la palma de su mano, ni advirtió el color azulado que el enrojecimiento cubría.

Ingresar en el convento no siempre había sido lo que anhelaba. Había habido incluso una época en que, abatida por la desidia y ahogada en la desilusión, había deambulado en esos caminos que, tarde o temprano, sólo llevan a la muerte. Pero conocer al padre Gabriel había cambiado su vida, su destino e incluso su nombre, y de esa época sólo quedaban algunos amigos en el cementerio y otros que no merecía la pena volver a ver. No iban a ser necesarias despedidas quejumbrosas ni promesas que pronto se romperían. Aquello la aliviaba; facilitaba las cosas. Especialmente ahora.

La mañana siguiente se despertó agitada, envuelta en un frío absoluto y desconcertante que parecía presagiar malas noticias. Se sentía abatida. No le agradaba la idea de ingresar estando enferma, pero sería tal vez un buen modo de despegarse de las comodidades a las que todavía estaba acostumbrada. Sus manos se habían vuelto ásperas, enfundadas en unos guantes invisibles que la apartaban de la realidad. Al frotarse la cara con ellas le parecieron algo ajeno, como si no fueran suyas. Se dirigió hacia el baño y se miró en el espejo: una sombra oscura asomaba bajo el nacimiento del cabello.

Ni el agua ni el jabón pudieron llevarse los miedos que, cada día, durante una semana, fueron creciendo sin control, al mismo tiempo que su cuerpo cambiaba. Pensó en acudir al padre Gabriel, pensó en llamar a la orden. Pero no tuvo valor. Leía constantemente, buscando respuesta a una pregunta que nadie antes había formulado. Hasta que, una mañana, se rindió. Despertó y, por un instante, no recordó al padre Gabriel, no reconocía su casa, sus muebles, la vida inerte que la rodeaba. Y sabía que aquello sólo era el principio. Había evitado los espejos durante días; incluso había llegado a cubrirlos. Pero no le hacían falta para saber que su cuerpo se hinchaba, que la piel que antes lo cubría se había convertido en una especie de tela resquebrajada que ahora languidecía sobre el parquet. Estaba perdiendo toda la humanidad que una vez había tenido.

******

Ni siquiera ahora, con mis dedos que ya no son dedos y con mi boca que ya no es sino un inmenso agujero rodeado de dientes, soy capaz de decir lo que soy.

Ya no recuerdo mi nombre, no sé dónde nací ni quienes fueron mis padres; sólo sé que no existe más que un sitio al que pueda ir, el lugar donde empezó todo, un lugar más oscuro que la noche y más silencioso que la muerte. Aunque no será el final. El final llegará dentro de mucho tiempo, cuando ya no tenga otro recuerdo más que el del agua, ni otra aspiración que la de seguir viviendo. E infundiré temor en todo aquel que me vea, y se referirán a mí con los nombres más terribles, por todos los rincones del mundo. Y un día vendrán a darme caza desde el cielo, cuando ni las aguas sean capaces de contener mi furia. Destrozaré sus oídos a gritos, defenderé mi vida a zarpazos, pero no evitaré lo que está ya escrito: la caída del gigante, la muerte del Leviatán.

El arte es de David De León Luis

y podéis ver más en: http://daviddleonluis.deviantart.com/

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