Yo ya sabía esto. O lo intuía. Me lo callé la primera vez que jugamos a describirnos sobre el papel y dije que su sombrero perenne, que esos ojos que dan miedo porque saben tanto y dicen tan poco, que esa barba despeinada que apetece agarrar, estirar, esa barba que apetece doler con rabia, etcétera. No lo dije entonces, tal vez porque estaba asustada, tal vez porque no quería compartir el secreto de la sospecha con quienes hablaban de bocas carnosas, de ropas de tribu metropolitana, de cuadernos nuevos para nuevos proyectos, de melenas de fuego (todos recordamos aquella melena de fuego, todos).

Me lo callé en las cartas que recibió y luego dejó de recibir y luego recibió de nuevo, esas en las que le contaba más de él que de mí, esas en las que prometía te voy a proteger cuando estés asustado, te voy a cuidar cuando te creas solo. Porque si no lo sabía, lo intuía al menos, sí. A pesar de lo casi normal que parecía, ya sabéis, con su carácter de lobo estepario y sus arrolladoras ganas, con su sonrisa macabra y sus gustos extravagantes. Con sus dos metros de Slender y sus dedos fríos de tabaco. Casi.

Pero yo lo sabía y me lo confirmó sin querer, o puede que queriendo y negando, al esconderse aquella mañana que amanecimos congelados y yo traté de tocarle el rostro antes de que despertara: A. viene de otra parte. No de otra ciudad, no de otro país. De un lugar lejano en el que la atmósfera tiene colores visibles, palpables y se respira tinta y los animales son dibujos animados en dos dimensiones. Vi cómo se cubría para que no me diese cuenta de que su cara muta al dormir, de que se convierte en otra cosa, y lo pronuncié: extraterrestre. Él se dio la vuelta, ocultándose hasta las cejas con la sábana, y emitió un gruñido que quería decir «no se lo cuentes a nadie» o «déjame dormir».

Arte de: Rosana González López

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