Mientras abre piensa en lo desagradable que tiene que ser que te arranquen la piel a tiras. Ahí la tiene, sobre la mesa, mirándole con los ojos llenos de amor y las tripas de sangre. Recorre el primer corte con la yema húmeda del dedo índice, desde el pico de viuda en la frente hasta el final bosquejado del mundo, allá abajo, en las profundidades. Acaricia la línea por encima de la nariz, sobre los labios. Los labios son lo que más sangra, y por un instante la imagina escupiendo vino. La besa para comprobar que no es tinto dulce, pero sí cálido y espeso, que gotea en círculos puros sobre su pecho.
Ahí la tiene, mirándole enamorada y agónica sobre la mesa, dibujando una casi sonrisa después del beso. A ella le divierte lo que ve, a pesar de todo: la expresión en su rostro, asustado por lo que ha hecho, sorprendido porque ha sido capaz de hacerlo. Todavía sostiene el poder en forma de daga, pero ya no lo hace con esa indecisión del principio, sino con la certeza de estar actuando de forma correcta ante el sometimiento de ella, de esos ojos le dan la aprobación al cerrarse. La señal. Él, cumpliendo con lo prometido, se agarra a los bordes conteniendo la náusea, estira la piel y se introduce dentro.
Se produce una redistribución, una reinterpretación del espacio: él cada vez más grande, a cada segundo más chica ella. Abraza la carne descubierta que ha perdido cualquier atisbo de feminidad. Pero ella le dijo que no había otro modo, que amor es unidad. Que amor es esto. Y él está enamorado de ella y de sus entrañas y de su grito final e inaudible antes de desaparecer por completo.
Arte de: Luis Yang
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