—¿Qué nos queda por hacer?
—Ya está todo.
—¿No podemos hacer nada más?
—No. Ya no queda nada por hacer.
—Pues vaya…
El hombre de mediana edad se sentó en el suelo, abatido, mientras la anciana iba a calentar el agua de la tetera para una última taza. La última semana se habían mantenido entretenidos recopilando datos y mandándolos a un satélite que orbitaba el planeta. Esto les había servido para mantenerse distraídos y olvidar el fatídico desenlace que les aguardaba el domingo. Aún quedaban dos días para eso y ya no quedaba ningún tipo de obligación en la que mantener la mente ocupada. La anciana le tendió la taza al hombre y se sentó en una banqueta, aunque se lo pensó mejor y terminó por sentarse en el suelo, junto a su acompañante, con gran esfuerzo.
—No me sentaba en el suelo desde que era una niña —dijo la anciana sonriendo.
—Es un placer sencillo que tardamos demasiado poco en olvidar —dijo el hombre correspondiéndole la sonrisa —. ¿Hacemos una última comprobación?
—Déjalo. Ya lo hemos comprobado una docena de veces —respondió la anciana poniendo los ojos en blanco por un momento.
—Vaya, vaya… ¿quién se quiere escaquear del trabajo ahora? Pensaba que eras la responsable de los dos —dijo el hombre con sorna. La anciana suspiró y activó su terminal en la palma de la mano. Los implantes subcutáneos destellaron un momento y una proyección apareció flotando a unos milímetros de la piel.
—El arca está cargada con una doble muestra de cada ser viviente, por complejo o sencillo que sea. Los planos, bitácoras, diarios y organización de lo que fue el último asentamiento humano está también por duplicado…
—¿La jaula de Faraday? —preguntó el hombre mientras activaba su propia terminal.
—Asegurada doblemente, aunque dudo que fuera necesaria…
—No sabemos cuando volverá a ser habitable el planeta y una llama solar podría freírlo todo completamente.
—¿Obras de arte? ¿Historia? ¿Música?
—Todo por duplicado también.
—¿Y Calcetines?
—¿Qué? —preguntó la anciana confusa.
Calcetines entró en el improvisado refugio con una rata gorda de campo en la boca. El gato los miró con la indiferencia que caracteriza a los felinos. A pesar de estar al borde del fin del mundo, al gato eso parecía importarle un bledo. Soltó la rata y comenzó a lamerse la zarpa con parsimonia.
—¿Qué quieres que hagamos con Calcetines? —preguntó la anciana levantando las cejas hacia su acompañante.
—Pues no sé… me parece un poco cruel condenarlo a nuestro mismo destino.
—¿Te preocupa más un gato que nosotros? —preguntó la anciana riendo con ganas —. No te preocupes, creo que tenemos tiempo de sobra para hacer una pequeña navecita gatuna y enviarlo a las estrellas —respondió con sorna.
El hombre sorbió de la taza, sumergido en sus pensamientos y fabricando mentalmente esa hipotética nave. La anciana lo había dicho en tono de broma, pero él creía que era viable. Una alarma sonó en la palma de la mano de la anciana. ¿Se habían equivocado en los cálculos?
La onda sonora llegó antes que la onda de choque. Vaporizó a los humanos, que se vieron sublimados en una centésima de segundo. Calcetines contempló la escena de aquellas dos nubes densas con olor a parrilla con la emoción de un trozo de piedra. Y la vida siguió igual a falta de esas dos personas. Se había acabado el mundo, sí… pero solo para los últimos humanos.