
Una mota de polvo sobrevolaba erráticamente el suelo vacío de una casa ruinosa. Sin pretensión alguna, se deslizaba discretamente de un lado a otro hasta que una suave brisa la llevó a la puerta abierta de aquel pequeño lugar. Con suma delicadeza, a la espera del empuje invisible que siempre la mecía, fue cayendo hasta posarse en el hombro de un granjero que yacía arrodillado. Con los ojos muy abiertos, el hombre miraba el espacio ante él con la esperanza de volver a encontrar todo lo que aparentemente había desaparecido: la mesa de madera del comedor, las cortinas de tela amarilla, la pequeña alfombra de la entrada, su mujer…
Tanto permaneció allí quieto, con su mente combatiendo lo imposible, que la bruja y la asesina, incluso con su paso apesadumbrado, llegaron a tiempo de verlo. Él debió percatarse, o tal vez no. Tal vez hablaba al viento cuando se preguntó: ¿qué ha pasado?
La bruja dejó esas palabras hacer eco en sus oídos largo rato antes de contestar. La asesina escuchaba atentamente, disfrazando por cautela la curiosidad que la carcomía.
– He roto el pacto de lealtad que juré con el antepasado de tu esposa. Sin él perdía la vida y, en consecuencia, ya nada de lo que construyó existe.
El rostro aún perplejo del granjero se giró entonces hacia ella para enfocarla con sus enormes e inquisitivos ojos. Desde el extremo de estos, rodando por sus mejillas y hasta el polvoriento suelo, caían lágrimas de impotencia según seguía hablando.
– ¿Cómo lo has hecho?
– Con la energía del pacto de lealtad que me ofreció esta asesina, contestó.
– Cambiar un vínculo de esclavitud por otro, ¿por qué?
Las manos de la bruja, frías y sudorosas, temblaron un poco ante la incógnita. La respuesta en sí era sencilla, instintiva, pero caía en su pecho como una losa el rechazo que sentía por sus propias motivaciones. Por mí, dijo entonces. Susurrando, delicadamente, la voz salió de entre sus labios como un sollozo ahogado. Entiendo, repuso el granjero. Su calma sabía a dolor y a rendición, la máscara de una desesperación que iría calando poco a poco en su atolondrada cabeza con el tiempo. Se levantó despacio, con gestos sencillos, y se sacudió las rodillas cubiertas de arena. Se secó los ojos, se ajustó el sombrero y comenzó a caminar arrastrando los pies. Tras dar unos pocos pasos, sin mirar atrás, hizo una última pregunta. ¿Podré seguir recordándola?, fue la cuestión elegida. Siempre habrá existido, fue la respuesta otorgada.
La asesina y la bruja permanecieron inmóviles mientras el granjero marchaba por el camino de tierra que atravesaba la finca. Embebido en aquel respeto, aquel hombre con una distraída mota de polvo sobre su hombro, desapareció en el horizonte.
Relato de rakelmforero.