Poder en estado líquido

La obra que ilustra este relato es un collage de Miss Shhht, a quien podéis seguir en Instagram.

El sonido de un coro de cláxones impactó en la carrocería del coche con la fuerza de un maremoto, atravesó mi cráneo y se quedó retumbando en todos los rincones del habitáculo hasta rasgar la burbuja de pensamientos en la que me encontraba sumido. Tras aplacarse la confusión de mis sentidos fui al fin consciente de la situación en la que me encontraba. El espejo retrovisor me devolvía la imagen, temblorosa por la acumulación de gases de combustión, de una hilera interminable de vehículos parados, confinados en el estrecho espacio rectangular, apretujados los unos contra los otros. Y, sin embargo, ante mí la calle estaba tan despejada que un avión comercial podría aterrizar en ella con absoluta placidez.

Los vehículos a mi espalda, que habían estado ametrallándome a bocinazos todo ese tiempo, se hartaron y comenzaron a rebasarme por izquierda y derecha; provocando a su vez la ira de los coches que venían por los carriles adyacentes, que no esperaban ver su trayectoria interrumpida con tanta grosería por un convoy de conductores coléricos. Se formó en torno a mí un caos automovilístico en el que los ocupantes de los demás vehículos me iban dedicando un interminable festival de rostros desencajados profiriendo insultos, gestos ostensibles e inequívocos de maldecimiento y miradas inyectadas de odio y furia.

En alguna parte de mi cabeza, un mecanismo instintivo de autodefensa se encargó de activar mi reacción ante tanto estímulo junto. Aún a pesar de intuir que quizá la oleada de injurias a mi persona que estaba recibiendo tuviese justificación, fui correspondiendo a cada improperio que me era lanzado con la expresión de un deseo nada amable: “púdrete”, “que te aterrice una piedra del tamaño de una sandía en el parabrisas”, “estámpate en la próxima curva”, “meriéndate la siguiente farola”, “que te fallen los frenos a mitad de bajada”, y otras lindezas en la misma línea. Expulsaba esas palabras envueltas en tal suciedad y rabia que casi parecían solidificarse, arrugadas y deformes, en el aire que separaba mi boca de sus oídos. Hasta yo mismo me asustaba al escucharme decir todo aquello. Y así estuve un buen rato hasta que me quedé solo. Cuando el escándalo cesó, decidí moverme para evitar que en lo sucesivo se volviese a repetir la misma situación.

No sé cuánto tiempo llevaba parado en esa calle, obstaculizando el tráfico, pero sí sabía el motivo por el que me había detenido: la charla que acababa de tener con mi amigo Florin tan solo hacía treinta minutos. Estaba tan conmocionado por lo que me había dicho que era incapaz de hacer otra cosa que no fuese recordar sus palabras una y otra vez, hasta el punto de descubrirme atascado en un bucle mental tan absorbente que me había bloqueado las capacidades motoras y de percepción del entorno. Florin es un gran bebedor de café (historia que ya he referido en alguna otra ocasión), y tenía asumido que su obsesión por esa bebida formaba parte de su idiosincrasia, para bien o para mal. Pero nunca imaginé que eso iba a estar relacionado con la vena conspiranoico-mística que, para decepción mía, acababa de descubrir en Florin, y de la cual yo no había sido consciente hasta hoy.

Minutos antes de verme envuelto en el episodio de bronca automovilística antes referido había visitado a Florin durante el desempeño de su nuevo trabajo (que consiste precisamente en catar cafés, como los lectores más fieles sin duda recordarán). Mientras tomábamos sendos expresos hechos con grano tarrazú, me habló de la nueva perspectiva que tenía ahora de la vida. Según él, había alcanzado un nivel de conocimiento tan profundo de todas las cosas que era capaz de conseguir que el universo conspirase a su favor. Que si las cosas le iban tan bien era porque había aprendido a desearlo y el hecho de beber tanto café era la clave de todo, porque se trataba de una bebida que conseguía conectar nuestra psique racional con los esquivos mecanismos ocultos que rigen la existencia y el comportamiento de todo lo que nos rodea. Le pregunté que de qué me estaba hablando y si se encontraba bien ¿Te has tomado la temperatura, Florin? ¿No habrás caído enfermo y estás siendo víctima de delirios febriles? Me respondió que me dejase de bromitas, que él estaba hablando muy en serio. Que todos los buenos deseos que había tenido recientemente se le estaban cumpliendo. Yo insistí en mi papel de entrevistador descreído, insinuando que entonces le tendría que resultar muy sencillo obtener grandes riquezas. ¿Por qué no deseas, por ejemplo, tener una mansión y un montón de dinero? Me dijo que no funcionaba así. Que era más bien como si se hubiese asomado a los bastidores que sujetan nuestra realidad, y que cada vez tenía más claro cómo funcionaba cada resorte y cada engranaje de nuestro mundo. Y que esa capacidad de percepción se había agudizado más y más gracias a su experiencia como refinado bebedor de café. Y que gracias a esa misteriosa habilidad podía orientar de forma más consciente sus deseos para sacar provecho de este conocimiento, pero que no se trataba de algo que se pudiese hacer a la ligera, como le acababa de sugerir yo con lo de la mansión y el dinero. No siempre sabemos reconocer nuestros auténticos deseos, los más profundos y genuinos. Creemos que sabemos lo que queremos, pero no es verdad. El deseo auténtico es muchas veces inadvertido. Así que para poder aplicar correctamente esta potestad, recién adquirida a base de regar con buen café el paladar, el requisito era que uno debía conocerse muy bien a sí mismo. Además, me dijo también, era probable que yo hubiese desarrollado el mismo poder, puesto que lo había acompañado en incontables ocasiones a beber el mismo café que él bebía. Así que, si me lo proponía, también yo podría conseguir que el destino favoreciese mis más hondos anhelos. Solo me hacía falta tener un poco más de fe, observar mejor lo que pasaba a mi alrededor y, sobre todo, observarme a mí mismo.

Salí de esa conversación triste y preocupado. Que Florin abrazase toda esa monserga pseudomística y ridícula de chamán sacacuartos, no podía terminar bien. Estaba seguro de que alguien había conseguido engañarlo, de que había sido víctima de alguna estafa. ¡Y aún por encima se permitía reprenderme por mi poca habilidad para reconocer y aprovechar ese supuesto poder cafetero! 

Mientras regresaba a casa en mi coche no podía dejar de darle vueltas a todo eso. Hubiese querido gritarle a Florin que todo eso eran estupideces, pero no fui capaz de hacerlo a pesar de las ganas. No resulta fácil enmendar la plana a un amigo. Terminé desahogándome con todos aquellos conductores desconocidos, víctimas del embotellamiento que yo mismo había provocado con mi ensimismamiento.

Pero al poco rato de reanudar mi camino a casa, una vez superado el incidente del atasco, me encontré con una imagen que me perturbó todavía más de lo que ya estaba. A un lado de la carretera había un montón de coches accidentados, apilados unos sobre otros en el mismo lugar. Era como si una enorme mano los hubiese barrido de la calzada de un solo gesto, haciendo ostentación de un terrible poder de destrucción, y los hubiese dejado amontonados de manera caprichosa en los márgenes del camino, siniestrados de forma irreparable.

Me di cuenta de que eran los coches que hacía un momento me habían adelantado cuando yo estaba parado en medio del asfalto. Todos los que me habían insultado y a los que yo había deseado un surtido catálogo de desgracias, calamidades y averías fatales.

Recordé de nuevo todo lo que me había contado Florin, acerca de que yo también podía invocar ese secreto poder para materializar los deseos más profundos. Me negaba a creer que algo así fuese posible, aunque ante mí tenía una escena ciertamente desconcertante. Pero lo que de verdad me aterraba, pensé casi al momento, no era que ese poder pudiese ser real, sino constatar que los deseos que más intensamente se habían materializado en mi caso eran los de la peor calaña, los negativos y destructivos. ¿Tenían mis deseos genuinos tan íntima relación con la desgracia y el asolamiento? ¿Y qué pasaba con el deseo de ayudar a Florin a desestimar esas creencias que yo acababa de calificar de absurdas? ¿No era ese buen deseo lo suficientemente intenso como para que se cumpliese? Aunque lo peor de todo, quizá, era descubrir que en realidad no me conocía a mí mismo tan bien como yo creía.

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