
Mi amigo Florin siempre decía que el café es la felicidad, aunque nunca llegué a tomarme muy en serio esa sentencia tan categórica. No seré yo quien niegue la existencia de alguna relación entre la felicidad y el café. Ahí están las varias investigaciones científicas que afirman que la cafeína activa casi todos los sistemas de recompensa conocidos del cerebro, incentivando la producción de noradrenalina, serotonina, dopamina, y demás moleculinas (si pasamos por alto aquellas ocasiones en que estos reveladores estudios están sospechosamente financiados por grandes corporaciones del sector alimentario). Pero lo que no me terminaba de convencer era que Florin dijese eso y al mismo tiempo fuese incapaz de hablar bien de alguno de los cafés que se podían probar en nuestra ciudad.
Teníamos por costumbre encontrarnos al menos una vez por semana para charlar y ponernos al día mientras tomábamos un café. Florin trabajaba de dependiente en una tienda, lo que significaba que nuestras charlas se acababan convirtiendo en el relato de un interminable catálogo de miserias humanas. Según su teoría, la gente que entraba a comprar en la tienda donde trabajaba eran los más indeseables especímenes que la humanidad hubiese parido: seres impacientes, de maneras rudas e intransigentes, y tan altaneros como irritables e irritantes. Puede que fuera del establecimiento fuesen personas muy amables, comprensivas y empáticas; pero, por algún motivo, al cruzar las puertas de la tienda se desataba un misterioso influjo que les metía el diablo en el cuerpo.
Para mí, el café que tomábamos mientras Florin se desahogaba contándome sus desmotivadoras anécdotas no era más que un elemento de atrezzo. Lo importante, pensaba yo, era el hecho de hablar con alguien y el contenido de la conversación; y el lugar donde reunirse o lo que bebiese cada uno daba igual. Así que yo no prestaba atención al café. Pero Florin sí lo hacía. Después de tres o cuatro sorbos siempre emitía un juicio sobre el café, y siempre era desfavorable. Nunca llegué a saber con certeza si las críticas al café eran una prolongación del estado de desencanto en el que sumergía a consecuencia de sus experiencias laborales, o si es que realmente el café no estaba bueno. En lo que a mí respecta, carezco del mínimo criterio personal para discernir si un café está bueno o no.
Cada semana visitábamos un establecimiento nuevo, con la esperanza de encontrar el café que compensase a Florin todo el estrés que la vida le infligía. En una ocasión le propuse que se hiciese su propio café en casa; ya sabes, si quieres que algo esté bien hecho hazlo tú mismo y todo eso. La mirada indignada que me lanzó dejó claro que era una sugerencia que no tenía intención de considerar. Tras un día que le había drenado, decía, hasta la última gota de energía, lo último que quería era tener que romperse la mollera para prepararse un café. Insistía en su empeño de encontrar algún lugar donde sirviesen un café decente.
En consecuencia, nuestra peregrinación en busca del santo grial continuaba semana tras semana. Una vez el café estaba agrio. Otra sabía a quemado. El que hacían en tal sitio sabía acre. El que hacían más allá era mohoso. El de la cafetería de moda estaba descompuesto. El que antaño era fresco e intenso en las solventes cafeterías del centro, ahora era insípido y hediondo. Y la retahíla de censuras continuaba y continuaba sin que pareciese tener final alguno. Hubo un momento en que me llegué a preguntar si Florin sería capaz de formular tantos reproches diferentes como cafeterías había en la ciudad.
Un día me sorprendió, cuando dijo que el café que estábamos tomando en ese momento estaba bueno. Aunque yo no supe si lo decía porque ya se le había agotado el catálogo de descalificativos o porque realmente el café estaba bueno.Y a continuación me confesó que había encontrado un trabajo nuevo. Nos habíamos sentado en una pequeña cafetería que se escondía en un callejón apartado, donde apenas había dos mesas y del que me costaba mucho imaginar su supervivencia como negocio. Pero el café, según Florin, valía la pena.
Ahora nuestro canal de comunicación ya no depende de que haya unas tazas de café por medio. En su nuevo y distinguido puesto de catador de café profesional, Florin ha tomado la determinación de beber café solo cuando está en horario laboral. Creo que tiene que ver con algo relacionado con no desgastar su ahora delicado paladar, pero le hace gracia decir que ahora solo bebe cuando está de servicio, justo al contrario que la policía. Cada vez que nos sentamos a una mesa y se acercan a tomarnos nota cuenta el mismo chascarrillo, y es incapaz de aguantarse la risa mientras lo hace. Así que ahora bebemos agua con gas y limón. En general se le ve algo más contento, así que quizá el café que bebe ahora sí sea de los que infunden felicidad.
Yo, por supuesto, sigo sin entender nada de café, y tampoco he aprendido nada de todas las tazas que he compartido con Florin (nada positivo al menos). Así que si alguien me pregunta dónde se puede tomar un buen café, no tengo más remedio que recurrir al catálogo de críticas fulminantes construido tras semanas y semanas de continuas desaprobaciones de Florin, de las que solo se libra una cafetería en toda la ciudad, y terminar dando siempre la misma respuesta.
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