Lluvia en la iglesia

La ilustración es de VQGAN+CLIP, una mezcla de dos IA´s
Se ha usado la frase «Iglesia nocturna» y la podéis probar AQUÍ


Los aquelarres eran habituales en aquellos tiempos. Hijas de los bosques y de la naturaleza en todos sus prismas. Sabían de la sanación, de la muerte, de los venenos, de los huesos descalcificados, de las humedades que pudrían las hojas. Curanderas que se servían de los frutos que les ofrecía los vastos parajes que las rodeaban. Nada tenía que ver con la magia o con matrimonios con el maligno. Se divertían y reían al calor de un fuego, calentando en el caldero una cena aderezada con algunos alucinógenos leves que les valía como evasión. Pero cada parte tiene su contraparte. La Inquisición formó y armó a un grupo de cazadores de brujas. Con gesto severo y la palabra de Dios bajo el brazo, recorrían los caminos con una misión clara y no se separaban de ella ni un mero ápice.

Arribaron tres inquisidores a este pueblo costero, manchados por el barro de la temporada de lluvias y la humedad de la zona. El agua les acompañaría durante toda su estancia y un poco más. Ocuparon la iglesia del pueblo sin pedir permiso al párroco. Tenían la potestad para hacerlo y obligar al pobre cura a pedirles disculpas por el aspecto poco lustroso del lugar. Dios no podía mostrar su magnitud bajo aquella capa de polvo. Convocaron a cada mujer del pueblo y de los asentamientos colindantes y fueron examinando a cada una de ellas con detenimiento. La luz grisácea de los nubarrones y el eco que producía la iglesia, dotaba a aquellos momentos de una pátina de retorcida grandeza. Bajo el constante golpeteo de la lluvia sobre las vidrieras, buscaban pecas en los escotes de las muchachas, escudriñaban las bocas para encontrar marcas en las encías, buscaban arañazos notables en la piel expuesta al frío y a la mirada inquisitiva. Sumergieron el rostro de las sospechosas en un balde lleno de agua de lluvia durante algunos minutos. Rascaron el cuero cabelludo esperando descubrir vello animal enredado en sus cabellos. Restregaron los dedos en sus axilas y probaron el sudor para intentar hallar sabor a azufre. Todas las pruebas las hacían con delicadeza y máscara de piedra. El rigor era sumamente importante.

Por la noche repasaban sus notas y compartían impresiones. Pasaban a limpio con pluma afilada el censo y el resultado de las pruebas. Repasaban el ejemplar gastado de «Malleus maleficarum» para intentar encontrar nuevas formas de comprobar la inocencia de aquellas mujeres y dormían por turnos en la misma iglesia. Cada noche uno de ellos se quedaba despierto, bajo el abrigo de sus gruesas ropas y del suelo santo. Quizá con un brasero se hubieran percatado de una gotera insistente que resbalaba de una viga hinchada por la humedad, pero el que se quedaba despierto solo lo hacía para poder rezar con fervorosidad, pidiendo sabiduría en sus actos y clemencia cuando fuera necesaria. El rostro impasible de madera del Cristo humilde de aquella iglesia parecía que evitaba devolverle la mirada al penitente.

Este hecho se alargó durante algunas semanas. Cada mujer que entraba a ser juzgada, salía manoseada, humillada e intentando recomponerse, pero con la inocencia escrita junto a su nombre en el censo. Era imposible que no encontraran ninguna culpable. Por simple estadística deberían haber hallado alguna bruja, así que la culpa tendría que ser de ellos. El suelo se había encharcado con ese insistente goteo del techo y cada paso sonaba mojado y, cuando cerraron las puertas de la iglesia, creó una pequeña ola que acabó escurriéndose por las escalinatas. El cura comentó a todos los del pueblo que los inquisidores iban a tener unos días de reflexión y que retomarían las pruebas más adelante.

Los inquisidores desvistieron sus torsos y se arrodillaron frente al púlpito. Los flagelos estaban coronados con púas en forma de anzuelo, para que mordieran su piel y desgarraran la carne. Durante horas rezaron entre murmullos, pidiendo más sabiduría y clemencia, aunque esta vez para ellos mismos. La gotera ahora era un chorro continuo y la sangre de los inquisidores se mezcló con la lluvia. El agua latía junto a ellos, alimentándose de la sangre y de los trozos de carne.  Rezaban a un dios, pero no al que ellos creían.

Las puertas podrían haber contenido cierta cantidad de agua, pero no tanta como acabó conteniendo. Los inquisidores siguieron flagelándose, llegando al punto de que se podía ver los huesos de sus costillas. Cegados en un fervor que no sentían equivocado, se vieron sumergidos poco a poco en el agua. Sus gritos de dolor podían escucharse apagados bajo el agua y se mezclaron con un canto dulce y engañoso que les empujaba a continuar. Un dios antiguo y que había permanecido durmiente, se relamió los imposibles labios ante tanta fe y tanta sangre.

El cura los encontró a la mañana siguiente. Tenidos frente al púlpito y con la espalda totalmente descarnada. La iglesia ahora estaba seca, aunque no hubiera cesado de llover fuera. Un calor residual manaba del suelo santo haciendo que un leve vapor se elevara lentamente y lo cubriera todo de una breve bruma. Les dio sepultura en tres tumbas sin nombre, pues nunca los había conocido. Y mantuvo su silencio hasta su muerte sobre los detalles que había encontrado en los cuerpos. Los mordiscos inexplicables, la palidez por la falta de sangre, las sonrisas perennes en sus rostros por el mayor de los fervores… y las agallas que les habían nacido tras las orejas.

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