A sangre y fuego

Un soldado se ataba las botas al borde de una cama que no era la suya. Hacía tiempo que ninguna cama le sostenía más de una noche, pero no le importaba. Había escogido poner sus pasos en las huellas de otra persona, ser su escudo y su espada. A sangre y fuego.

Se puso en pie frente al espejo de la habitación. Se revisó el uniforme de arriba abajo, desde la armadura de cuero hasta los pliegues de su capa negra. Parecía más alto que cuando no lo llevaba, también más fuerte y más capaz, o al menos eso creía. El suelo de madera chirrió bajo su peso según se acercaba a la puerta del cuarto. Se tomó un momento para coger aire, giró el pomo y salió.

A la entrada del hostal esperaba ella. Se paseaba de un lado a otro de la estancia como una sombra, silenciosa e irremediable, seguida de la misma capa oscura que lo cubría a él. Su presencia llenaba el espacio y hacia el aire más denso. Al verlo bajar por la escalera, sonrió. “Ya era hora”, dijo.

Aquello era inusual, normalmente era él quien iba a buscarla a su habitación. La encontraba revuelta en mapas, tirada sobre el suelo, con el uniforme ya puesto y masticando un trozo de pan. Si estaba animada lo invitaba a entrar y hablaba en voz alta sobre sus planes, si estaba disgustada ignoraba su existencia, y no le quedaba más remedio que esperarla cuando estaba quieta y seguirla cuando se movía. Había algo particular en aquella mañana.

Ambos corrieron al verse y se encontraron en el último peldaño de las escaleras. A falta de espacio suficiente, el soldado tuvo que apoyarse sobre los escalones para hincar una rodilla sobre el suelo. Ella, exasperada, lo agarró por el peto y lo acercó a su altura. La cercanía de la mirada de ella, de ojos verdes abiertos y centelleantes, le dio el énfasis correcto a lo que pronunciaban sus labios. “Las he encontrado”, susurró.

No fueron necesarias las explicaciones. La general emprendió su camino hasta la puerta del hostal con paso firme, seguida por el soldado. Abrió de una patada y gritó a las hordas de soldados oscuros que la aguardaban al otro lado. Al oírla, la respondieron con vítores y aullidos. Tras caminar unos cuantos metros sobre el barro, se subió de un salto a su caballo azabache y se colocó un casco plateado sobre su rapada cabeza. Entonces esperó a recuperar el contacto visual con su guardaespaldas. “Vamos a cazar algunas brujas”, dijo antes de partir.

Relato de rakelmforero.

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