Turquesa

La ilustración es de Agü Black
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«Soy Lawrence y ahora tengo doce años.

Mi cumpleaños es el 14 de diciembre y soy sagitario.

Mi color favorito es el turquesa.»

Esas fueron las últimas palabras que escuchó. Iban acompañadas de risas de niños jugando en el parque. Risas de dientes faltantes, de magulladuras en las rodillas, de emoción sincera. Visitaba el parque de manera asidua. Podía pasarse horas contemplando la estampa bucólica, con esa atmósfera distorsionada de tonos pastel de la que le había dotado la brida temporal.

Lawrence se había quedado congelado frente al banco que había ocupado él hacía tanto tiempo. Bueno, no exactamente tanto tiempo, pues el tiempo había dejado de tener sentido. Había conseguido detenerlo por completo. Cada lugar del universo, de la existencia conocida y desconocida, se había detenido. Todo menos él. Era un polizón dentro de la brida temporal. No contaba con que funcionaría, pero había puesto en marcha el gigantesco colisionador en forma de U. Había manipulado la catapulta de hadrones sin los guantes protectores y seguramente había adulterado el experimento con algunas células de piel muerta. Solo era una prueba más entre centenas. Lanzar un chorro de hadrones a velocidades cercanas a la luz para excitar el campo de Higgs. La forma pendular permitía controlar el grado. Rutinario, excepto que aquella vez había funcionado. Podía solucionarlo con facilidad. El campo de Higgs había sufrido algo parecido a un calambre muscular. Se había endurecido y tensado. No había afectado a la masa, ni a la gravedad, solo al tiempo; lo que era precisamente el objetivo de la brida temporal. Había salido a la perfección, obviando el hecho de que él se había quedado al otro lado del velo.

Una mera onda de sonido podría destensar el músculo del campo de Higgs. Sus latidos y su respiración introvertida no parecían provocarlo, pero ahora andaba descalzo y con ropa ajustada. Investigó los efectos de la brida desde el otro lado. Su espíritu científico lo impulsó a volcarse en el estudio y análisis, hasta que se torno en su realidad. No masticaba, no reía, se tragaba los estornudos y, por supuesto, no hablaba. ¿Con quién iba a hacerlo? Un astronauta viajero que no había cambiado de lugar. Con el tiempo se tuvo que mudar de lugar. El dióxido de carbono permanecía estático y hacía que el aire se enrareciera. Aprendió a viajar con poco, solo con algunas cosas que aprendió a desechar con el tiempo hasta que solo viajaba consigo mismo. Leyó cada libro, aprendió cada idioma, conoció la sabana y el frío antártico. Le molestó que ni la hora ni la estación variaran. Nada de flores de cerezo, nada de París por la noche. Exprimió la vida con la única compañía de sus pensamientos. Cada siglo que cumplía, el tiempo congelado parecía pasar más rápido para él. Aunque siempre lo celebraba en aquel parque. Miraba a Lawrence desde su solipsismo y una mezcla de sensaciones se le agolpaban en la garganta. Al principio era la calma budista del que contempla, luego miraba a las personas como mero mobiliario y al final, como un anhelo al que tenía miedo de enfrentarse.

Hasta que un día…
— ¿El turquesa? — preguntó.

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