El bibliotecario

No quería importunar al polvo, esa capa blanca tan etérea que se aferraba a los libros casi tanto como yo, pero los ejemplares que necesitaba se encontraban en un ala antigua de la biblioteca y eso significaba deslizarme por huecos entre estanterías, pasillos zigzagueantes y escaleras de caracol que no habían visto vida en mucho tiempo. La biblioteca era un ser prehistórico construido como todo lo antiguo que el ser humano perpetúa: a retales. Se iban añadiendo nuevas plantas, alas y habitaciones desencajadas, todo unido con la arquitectura de moda de la época que fuera, como pegamento. Yo pisaba su suelo con sumo respeto, respirando el denso aire que llenaba todo lo que era y había sido.

Seguí el mapa del catálogo hasta una habitación abovedada de las dimensiones de una catedral. Las estanterías no alcanzaban el techo, pero su altura triplicaba la de las estanterías de las otras salas. Al llegar al lugar indicado un sudor frío me recorrió la espalda. “Está demasiado alto”, pensé. Y tras una búsqueda desesperada de una escalera o algo que se le pareciese, decidí intentarlo de manera temeraria y ansiosa. Estiré mi cuerpo, tensando los músculos y retorciendo mis articulaciones, e incluso trepé por algunos estantes, pero me desplomaba exhausta contra el suelo antes de rozar el más bajo de los libros con la yema de los dedos. Al tercer intento lloré de impotencia y al cuarto me senté en el suelo a esperar ayuda o inspiración.

Pasaron un par de horas en calma y ninguna se presentó, ya anochecía cuando escuché un ligero sonido, casi imperceptible. “¡Hola! ¿Hay alguien ahí? Me vendría bien algo de ayuda…”, dije, y mi voz resonó por toda la estancia como si gritase. Tras un rato aún no había respuesta, así que pensaba en darme por vencida cuando un estruendo rompió el silencio y se propagó hacia mí a toda velocidad. El polvo arremolinado tardó en asentarse y, al hacerlo, se presentó ante mí un personaje como de leyenda, de enorme altura y ataviado con una capa y un sombrero. Sus enormes ojos me miraban entusiasmados y, tras abrir su extensa boca, me hizo saber sus intenciones. “¿Ayuda?”, me preguntó. Yo asentí, perpleja pero necesitada de una mano amiga, y le tendí la lista de los libros que buscaba. Tras leer la lista minuciosamente, descubrió tras su capa unos largos brazos que me sujetaron por la cintura y me elevaron sin esfuerzo metros por encima del suelo. Uno a uno fui recopilando todos los libros que necesitaba y, una vez en el suelo, me aproximé a aquel inesperado aliado y sonriendo pregunté: “¿Bibliotecario?”. Entonces asintió y me devolvió la sonrisa.

Relato de rakelmforero.

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