Tengo un miedo terrible a que todo explote.
Por las mañanas, me caliento el café en el microondas tapándome los ojos con las manos, para no ver la más que posible deflagración del electrodoméstico. Me meto en la ducha y me vacío un cubo de agua helada por encima que he llenado previamente con el grifo de la galería. Podría usar el grifo del baño, pero en la galería puedo parapetarme tras una pared por si el grifo explotara. Cojo un paraguas aunque no llueva y me ponía en marcha. Cada mañana me animo a llamar al ascensor con la punta del paraguas, intentando convencerme a mí mismo que tenía que enfrentarme a aquel miedo irracional, pero siempre acabo por coger las escaleras para no arriesgarme. Camino varios kilómetros hasta el trabajo. No puedo permitirme subirme a ninguna clase de transporte, porque tener una bomba en el capó no me tranquiliza lo más mínimo o estar encerrado bajo tierra en un cilindro metálico a punto de descarrilar, tampoco. Camino pegado a las paredes e intentando cubrirme con el resto de viandantes ante sonidos estridentes de la calle. Nunca se sabe cuándo ese sonido puede ser el inicio de una detonación inesperada. Para mi desgracia, trabajo con ordenadores, pero he conseguido solucionarlo más o menos bien. Cubro la torre del ordenador con varias docenas de jerséis de lana gruesa. Cada pocos días tiene que venir el informático a reparar el equipo y sus reproches solo me confirman mis certezas. Siempre me dice que no dejo respirar al ordenador de manera adecuada, que he conseguido fundirle la placa base o he derretido el disco duro, pero yo sé la verdad. El ordenador ha explotado y solo mi defensa espartana ha evitado daños mayores. En mis descansos siempre me voy con los fumadores, a pesar de que yo no fume y lo deteste. Si alguien hubiera escondido pólvora o algún material similar, no sería tan idiota de encenderse un cigarro cerca. Posiblemente ese sea mi único momento de descanso real, aunque intento permanecer alerta en todo momento. Tengo los nervios destrozados. Salto ante cualquier risotada o sonido inesperado, pero creo que merece la pena.
Terminaron por despedirme. Dijeron que les estaba costando mucho dinero y que las quejas de los compañeros eran numerosas. No permitía que se encendiera el aire acondicionado, tenía la precaución de revistar todas las fiambreras de mis compañeros, golpeaba sus manos cuando intentaban accionar un bolígrafo o salía corriendo cuando estaban a punto de grapar algo. Me llamaban paranoico, pero no iba a permitir que algo explotara cerca de mí. Llevé mi caja llena de folios en blanco y un cactus algo reseco hasta mi casa. Con el paraguas, llamé al timbre de mi vecino para que volviera a hacerme el favor de abrirme la puerta mientras yo me cubría tras su puerta. Tenía suerte que fuera un señor amable y que soportara mis extravagancias. Eso me hacía sentir terriblemente mal. Si la cerradura de mi casa explotaba, posiblemente partiría al vecino en dos y yo tendría que darle explicaciones a la policía. Lo estaba usando como escudo, pero ¿Qué otra cosa podía hacer? Estoy seguro de que vosotros no teméis que algo os explote, pero yo no soy tan tonto como para llevar una potencial bomba en el bolsillo llamado teléfono móvil. ¿No os acordáis? Las baterías se hinchaban y explotaban con una llamarada. Claro que no os acordáis. La pólvora podría pasar por polvo envejecido y la nitroglicerina por cocacola sin gas. Si tenéis la desgracia de que el aguarrás se mezcle con papel de aluminio, estáis fuera. Por no hablar de las fugas de gas, cocinas viejas, calentadores oxidados, incluso hay hormigas que se sienten atraídas por la electricidad, provocan un cortocircuito y eso ¡puede explotar!
Dejé mi caja con folios y el cactus sobre la mesa del comedor. Ahí podía sentirme más o menos a salvo. Revisé las ventanas, los cajones y las grabaciones de mis cámaras espía. Cogí una de mis velas de cera hechas por mí mismo y me dispuse a cenar una nutritiva manzana templada. Ni luces, ni nevera, ni linternas, ni televisión, ni libros. Cada noche miraba por la ventana a una distancia prudencial por si una explosión hacía que los cristales saltaran hacia mí. Noté la humedad pringosa y caliente de la manzana recorrerme la garganta y, entonces, el bocado se me quedó atascado. Notaba cómo comenzó a faltarme el aire y me iba poniendo morado. Intenté golpearme el diafragma con una silla. Fui corriendo hasta la puerta para avisar a mi vecino, pero no me atreví a abrirla. Me caí en medio del pasillo, sintiendo cómo la vida se me escapaba y fallecí allí mismo. Ahogado por un trozo de manzana que ni siquiera estaba fresca. Gracias a dios, la cabeza no me explotó.
Muy buen final , al menos la cabeza no explotó
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