Memorias de la naturaleza extinta

La ilustración es obra de Julian Peter Arias, de quien podéis ver más cosas en ArtStation o Instagram.

Una de las múltiples formas en las que la soledad puede manifestarse la experimentó Atenea cuando contó a sus compañeros de trabajo que había avistado un nínox reidor. Había ocurrido durante un paseo por el bosque en el que se le había hecho tarde y casi la atrapa la noche. El avistamiento fue fugaz pero le había dejado una impronta enigmática y nítida. Sin embargo, no tenía pruebas que confirmaran su descubrimiento, y ninguno de sus compañeros en el Instituto de Ornitología se lo tomó demasiado en serio. Un ave de la que no constan avistamientos desde hace sesenta años y que se cree extinta desde hace cien, pensaban todos, no puede aparecer como si nada. Debía tratarse de un error. Atenea se quedó sola con su relato y empezó a dudar de si realmente había visto lo que creía haber visto. Pero ocurrió algo que evitó que su confianza se evaporase por completo. Carlos, uno de sus compañeros, se le acercó a última hora del día, cuando ya apenas quedaba nadie en la oficina, y le preguntó si en el momento del avistamiento recordaba haber oído algún sonido que pudiese haber sido emitido por el nínox.

Carlos era, oficialmente, técnico de sonido; pero en realidad era algo más que simplemente un técnico. En fin, parece obvio pensar que cualquier persona siempre es algo más que lo que el ejercicio de su profesión deja entrever, lo que ocurre es que normalmente esa parte no llega a ser perceptible para todo el mundo. En el caso de Carlos, Atenea tuvo la oportunidad de descubrir esa faceta suya que era impalpable para la mayoría. Una noche, visitaron el bosque donde Atenea había visto al nínox y Carlos llevó un equipo de grabación. Pasaron varias horas grabando los sonidos del bosque habitado. La atmósfera de la noche era tan transparente como las aguas tranquilas de un lago de montaña, y de la misma manera que a través del agua limpia se puede contemplar la vida que el lago alberga, los sonidos nocturnos del bosque llegaban a ellos con una pureza hipnótica. Las partículas del aire resonaban con el ululato de los cárabos. Maullidos de mochuelos y silbidos de autillos llegaban desde la lejanía, pero con una claridad tal que parecía que estuviesen a unos pocos centímetros de distancia. Ronroneos de chotacabras, acompañados por incesantes estridulaciones de grillos y por el croar de ranas, completaban un entorno envolvente y misterioso, un vendaval de mensajes indescifrables que se transmitían sin pausa, producidos por unos seres que actuaban ignorando la presencia de esas dos extrañas figuras ajenas, pese a que todo el bosque era plenamente consciente de que Carlos y Atenea estaban allí.

El archivo sonoro que Carlos había reunido con el paso de los años era abrumador. Constituía un impagable testimonio de la presencia, muchas veces invisible, de aves y otras criaturas, pobladores de un espacio cada vez más asediado, víctimas de un acoso incesante. Cada año que pasaba, la naturaleza presentaba menos y menos voces a los micrófonos de Carlos, y la riqueza sonora de su archivo reflejaba esa triste tendencia. Por contra, en sus sueños Atenea evocaba universos pletóricos de abundancia, motivados por todas las sonoridades de las que se había estado empapando. Su inconsciente inventaba imágenes a partir de todos esos recuerdos sonoros, creaba escenarios repletos de vida y diversidad, e incluso el nínox reidor tenía una presencia distinguida en su fantasía. Afrontar la realidad después de haberse despertado de un sueño así le resultaba decepcionante.

Tras varias noches de grabaciones, Atenea se dio cuenta de que Carlos no tenía intención de encontrar el misterioso ejemplar de nínox. Ninguno de los sonidos que habían capturado hasta entonces se podía atribuir al ave que Atenea había creído avistar, y sin embargo ahí seguían. Para hacer el menor ruido posible, escribió ese pensamiento en una hoja de papel y se la entregó a Carlos, que la leyó en silencio, a la débil luz de una minúscula linterna-llavero. No llegó a responder, tan solo hizo un gesto que Atenea tuvo que intuir. Allí, en medio de las tinieblas que los rodeaban, no pudo asegurar si la mueca había sido una muestra de complicidad ante la tardía constatación de lo evidente, o en cambio una señal de frustración por el aparente fracaso de la búsqueda. Era un mensaje tan críptico como todos aquellos que la fauna lanzaba al viento de la noche, y que colisionaban entre sí en una lucha perenne. Atenea renunció también a desentrañar la sutil reacción de su compañero. Ambos continuaron allí, agazapados, contemplando las melodías serenas del bosque, ahora que todavía pueden hacerlo, antes de que llegue el día en que la soledad nos alcance.

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