Fuera, donde se comen limones

No quería regocijarse en la soledad que la revolvía por dentro, así que se concentró en el limón que tenía delante. Áspero y frío, como de nevera. Amarillo intenso y mucho más grande que los que se veían en el lugar de donde ella venía. Miró a su alrededor, era un salón enorme, diáfano, y repleto de gente que vestía distinto a cómo ella acostumbraba a vestir. Usaban colores más vividos y formas punzantes. Jugaban a deformar de manera vistosa el contorno de sus cuerpos hasta parecer criaturas extrañas, aunque en realidad la extraña allí era ella. Tan monocromática, tan acostumbrada a los huevos fritos con patatas.

“¿Estás bien?”. Alzó la vista y su compañero de piso le sacó una sonrisa. “Sí, tranquilo», contestó. Le hizo ilusión cuando le propuso dejar de trabajar un rato y salir de casa, llevaba unos días un poco complicados y su compañía la aliviaba, se sentía como una lluvia suave cayendo sobre su recocida cabeza. Al otro lado de la mesa, el sombrero triangular de su amigo la impedía ver sus ojos totalmente, esos pequeños ojos verdes hipnotizados por el movimiento de la hoja del cuchillo sobre el limón. Cuando atravesó la dura coraza de la fruta, el aroma de la sala volvió a ser reconocible para su olfato, que ya se había acostumbrado al rastro del manjar nacional.

El zumo bañaba el plato a medida que terminaba de cortarlo por la mitad, bajo la atenta mirada de ella. Ese zumo ácido la hacía salivar con solo verlo, pero no era una sensación que ella pudiese describir como agradable. Era como adrenalina, un sabor intenso para el que había que prepararse. En aquel momento, mientras veía a su compañero cortar en pedacitos pequeños el limón y comérselos alegremente, echó de menos su hogar. Deseaba ver a su abuela y abrazarla, revivir el calor de bromear durante la cena y que se le saliese el zumo por la nariz de la risa.

Entonces, con toda la determinación que fue capaz de reunir, alcanzó el enorme limón que yacía aburrido en su plato, se lo acercó a la boca y lo mordió con fuerza. Su acompañante la miraba atónito por debajo de su extravagante sombrero, asombrado por su salvajismo. Ella se limpió el zumo que la chorreaba por la barbilla y lo miró divertida, «Delicioso», dijo. Él soltó una carcajada y cambiaron de tema.

Relato e ilustración de Rakel M. Forero.

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