
Se ha usado la frase «Calavera encantada» y la podéis probar AQUÍ
Dentro de cada uno de nosotros, hay una calavera sonriente esperando ser descubierta.
Corrían los nefastos años de la sobrepoblación y de las tonterías encerradas en cajas. Las apariencias eran impolutas y la comprensión lectora limitada. En aquellos días, el sistema nervioso de cada persona única y especial sonaba como los diferentes componentes de un cuarteto de cuerda. Tenso y con cierto tono de madera noble. Se dieron cuenta qué, en su imaginación, la vida era algo diferente de lo que les habían planteado. La inestabilidad les obligaba a ser funambulistas con miedo a las alturas. Les obligó a intentar aferrarse a la felicidad infantil o a la seriedad conformista. Las relaciones ya no eran de verdad. El amor no llegaba a madurar y las amistades eran tan frágiles que se rompían simplemente al mirarlas. La esclavitud se volvió a instaurar bajo el nombre de una startup con gancho y las vidas dejaron de pertenecer a sus dueños. Entonces, todo comenzó a caer. La gente se hartó de sus anodinas vidas y de su incansable búsqueda de la felicidad con sabor a éxito. Se cansaron de las comidas fotografiadas siempre aderezas con ansiedad. Bajaron la natalidad y los trabajos fijos. Se volvieron cenicientos.
Hay que saber una cosa sobre la tristeza. La tristeza nos encoje el corazón y nos alarga las extremidades. Nos hincha el cráneo y nos debilita las articulaciones. Con los brazos largos uno se puede abrazar para intentar buscar el calor, con la cabeza agigantada uno se puede carcomer con las ideas venenosas y darle vueltas sin miedo a sobrecargar el sistema. Tras algunas generaciones, las ciudades se plagaron de gigantes grises, que se abrazaban a sí mismos y que se quejaban del dolor en las rodillas y en los codos con voces profundas como cavernas. Nadie se preocupó de barrer los suelos o de ordenar los armarios. Las prendas de verano se quedaron en las cajas mientras los gigantes se contentaban con vagar sin caer en la cuenta que unos brazos tan largos como los que tenían, también hubieran servido para abrazar a otro.
Los gigantes tristes abandonaron los núcleos urbanos, en solitario y hacia todos los puntos cardinales, con una nube negra impidiendo que cogieran algo de color con el sol. Sus ojos se velaron y en las pestañas inferiores se les cristalizaron las eternas lágrimas en estalactitas pardas. Se encerraron en sus enormes cráneos, incapaces de disfrutar de una brisa vespertina o de un calabobos inesperado. Vagaron hasta que las articulaciones cedieron y los dejó estáticos y abandonados. Hasta que la muerte los encontró con la insatisfacción del que siente que no ha vivido ni realizado grandes hazañas. Con la culpa de no haber visitado Italia o haberse tirado en paracaídas. Con la intranquilidad de no seguir viviendo aunque fuera en los recuerdos de alguien.
Esos cráneos se secaron al sol. Un sol ajeno a las penurias de a quienes alumbra. Esos cráneos fueron saqueados bajo la luna. Una luna que alumbraba a los animales carentes de crisis existenciales. Esos cráneos fueron tallados y habitados por las nuevas generaciones. Porque aunque los gigantes pensaron que serían los últimos, nunca lo fueron. Las personas habitaron los cráneos de la generación de la ansiedad, saboreando la satisfacción personal del que únicamente necesita la tranquilidad para vivir. De quien huye de la deshumanización y de la felicidad de cartón. Un café frente al porche de su cráneo tallado y una conversación agradable con quien le prestara oídos y sonrisas.