
Indistinguibles en la aurora, las estrellas comenzaron a despedirse; dejó de haber mar, dejó de haber cielo y sólo hubo una danza de jade y claroscuro, una urdimbre que nunca habíamos visto agitándose en el Norte. La nao seguía moviéndose despacio, a menos de dos nudos, y el capitán, aferrado al cabo del bauprés, ni gritó cuando empezamos a inclinarnos por el borde del Mundo, como una media cáscara que se empuja fuera de una mesa. El resto estábamos pasmados: la Tierra era plana.
Un primer y único alarido sonó en un hueco, tal si estuviéramos en una iglesia o en una lonja. Nadie se atrevió a decir nada, ni a rezar ni a llamar a la madre ni a desesperarse ni a abandonar su puesto. Nos aferramos a los aparejos, aunque en realidad nada se había desplazado ni quebrado.
Me dí cuenta de que no había soltado el timón y de que la aguja del compás giraba loca, a derecha, a izquierda, pero con lentitud, con la misma que el barco se puso horizontal y nos permitió movernos.
Casi por sorpresa, un grumete le dio la vuelta a la ampolla del reloj de arena para relevar la guardia. Los granos no fluían. Las velas estaban hinchadas y los cabos tensos, creíamos descender en un vacío iluminado por una luz cambiante, ahora color miel, ahora gris o blanca, ahora… El capitán seguía en la proa y trataba de leer en su libro. Eran un invento reciente. Me gritó: “Vete a dormir. Reaparecemos en la página treinta y siete”.
Relato de Pedro Miguel Lucía, Ilustración de Lazlo Kovacks