
Miro ese líquido casi opalino deslizarse por la serpiente plástica del vial hacia las venas de los pacientes. Trato de adaptarme, mejor no pienso en el contrato. Pero es dinero, aunque aquí eche en falta tantas cosas. Cubro aspectos de relación digamos cultural y lingüística, detalles chicos que se vuelven decisivos. “A mí usté no me va a jodel mi muelte, doctorsito”. La clínica es un edifico de principios del siglo XX, rectilíneo, lujoso, recoleto, en el centro de un jardín inglés vallado y
ondulante. La anciana dama de color estuvo cantando “María la Ooooooooooo” mientras la cambiábamos, acompañada por bongós, un violín, un bandoneón -luego supimos que eran familiares- quería comer no lo que llamaba “esa mielda de comida de hospital de aquí” sino ajo, ajo puro.
Tuve que traducirle al médico, tuve que explicarle, quería echarnos a todos en el momento crítico, en sus costumbres el ajo no existía, lo que deseaba la vieja tan ardientemente. Me encargué de
traer el ajo de un delicatessen, como en otras ocasiones me he encargado de escenografías para pacientes hispanos. Montamos, si se las puede llamar así, coreografías mortuorias de tres días máximo. Media un contrato. Media también un líquido azul, casi opalino, lento, dosificado y caro, descendiendo serpenteante por un vial. En el taxi de vuelta pensaba en Hipócrates. La leyenda cuenta que aparte de legarnos la máxima de “No dañar”, también destacó, de entre toda la farmacopea natural, al ajo como fuente curativa. Fue la herencia que dejó a sus alumnos en su lecho de muerte. Yo llevaba tres cabezas en una cestita. Me guardé una, por si acaso.
Relato de Pedro Miguel Lucía, Ilustración de Lazlo Kovacks