
Claudine se había dedicado a muchas cosas diferentes durante su vida, pero ahora su ocupación principal consistía en alimentar a una colonia de gatos. El acto se repetía a diario en un callejón en el que los viejos muros y las casas precarias mostraban el mismo aspecto desgastado que el rostro de Claudine. Los félidos se arremolinaban a sus pies y ella les daba lo que le hubiese sobrado de la comida. Los animales no tenían un aspecto muy diferente al de ella, mohínos y desahuciados.
Todo había comenzado un cuatro de septiembre, cuando Claudine se topó en aquel mismo rincón con un pequeño minino marrón, sucio y lleno de cicatrices. Un trozo de manzana inauguró lo que a partir de ese momento se iba a convertir en un rito cotidiano. Poco a poco, el número de gatos que se beneficiaban de su complacencia maternal fue en aumento. Claudine los bautizaba con la fecha en la que habían ido apareciendo. Cuatro de septiembre fue el primero. Luego llegaron Uno de octubre, Trece de noviembre, y muchos otros.
Aquel callejón acabó siendo más transitado por gatos que por personas. Fue una conquista lenta y pacífica, pero imparable. Aún sin que hubiese mediado hostilidad alguna por parte de Claudine y su clan, los transeúntes fueron cediendo terreno. Cuando veían a Claudine rodeada por aquel torrente felino la gente tenía la sensación de estar contemplando una esfera diferente de la realidad, y en consecuencia se alejaban cada vez más de esa escena, temiendo que si no se apartaban lo suficiente pudiesen caer bajo el influjo de alguna forma de locura insidiosa, y acabar sufriendo un descarrilamiento vital o algo peor. Pero hacía tiempo que Claudine se había convertido en alguien que no recordaba su propio pasado, y se había vuelto insensible a los estímulos del presente. Poco le importaba la actitud que exhibiesen los demás. Ella solo prestaba atención a los gatos hambrientos.
Recordaba también con especial cuidado las fechas en las que cada gato había dejado de acudir al callejón. Eran fechas tristes, pues el significado de las ausencias era inequívoco. Nunca se había dado el caso de que un gato volviese a aparecer después de haber faltado a la cita diaria con Claudine. A Cuatro de septiembre, por ejemplo, no se le volvió a ver después de un quince de mayo. Claudine podía imaginarse las causas de ese tipo de desapariciones. Quizá la noche había sido demasiado fría, el gato había necesitado buscar un lugar más resguardado de lo habitual, casi seguro bajo el capó de un vehículo cualquiera, y a la mañana siguiente alguien había puesto en marcha el motor mientras el visitante nocturno aún dormía allí, en las entrañas de la máquina. O quizá hubiese tenido la mala fortuna de encontrarse con algún pequeño psicópata, uno de esos valientes asesinos cuyas víctimas siempre resultan ser criaturas desamparadas. O quizá la batalla contra la enfermedad en la que el gato llevaba días inmerso había llegado inevitablemente a su fatal desenlace. Fuese cual fuese la causa, la consecuencia estaba clara, y esas fechas siempre ocupaban un lugar sombrío en sus recuerdos.
Los gatos no entendían el significado de todos esos nombres ni de esas fechas —siendo prácticos, solo les importaba la comida—, pero de algún modo hubo un día que dejó una huella oscura en su consciencia. Fue un veinte de junio. Claudine no acudió a repartir la comida, y nunca volvió a aparecer después de esa fecha. Y aunque ellos no podían imaginar las posibles causas de esa ausencia, experimentaron en carne propia las consecuencias.
¡Qué dulce y conmovedora historia! El párrafo final cierra agradablemente el relato subyacente de diversas partidas y soledades.
Me gustaLe gusta a 1 persona