Una fiebre pasajera

La ilustración es obra de Cdd20, a quien podéis seguir en Twitter, Instagram, Pixabay, o Facebook.

El suelo que pisábamos cada día ocultaba veneno bajo su superficie, pero durante mucho tiempo no lo supimos. Nuestra atención estaba puesta sobre las obras que iban a convertir el barrio en un atractivo punto de encuentro para niños, familias, y deportistas que viviesen en un radio de diez kilómetros. En un descampado donde antes no había nada, o donde al menos no imaginábamos que hubiese lo que luego descubrimos que había, en cuestión de semanas emergió un área de recreo con tres pistas de tenis, y un circuito de bicicletas.

Yo nunca había jugado al tenis. La verdad es que no tenía claro qué hacer en la vida, y tanto podía engancharme a los videojuegos durante una temporada, como poco después olvidarme de ellos y pasarme el día escuchando en bucle el disco del último grupo que se hubiese puesto de moda. En fin, más o menos lo mismo que hacía el resto de gente de mi edad. Pero las flamantes pistas que acababan de plantarnos a dos minutos de casa consiguieron captar mi atención más de lo que nunca hubiese imaginado. De algún modo me pusieron en movimiento. Provocaron que levantase mi culo del asiento en el que lo tenía enterrado y que el empeño que le ponía a la nueva distracción de turno me durase más allá de las dos primeras semanas. La Navidad de aquel año dejó raquetas y pelotas de tenis en todas las casas del barrio. La mía no fue una excepción. Incluso en los cumpleaños y en las primeras comuniones de entonces, la raqueta y el tubo con tres pelotas cubiertas de fieltro amarillo se convirtieron en un regalo recurrente.

Al poco tiempo las pistas ya eran un recurso escaso. La única forma de acceder a ellas era esperar tu turno en la cola. Cuando llegaba tu momento, jugabas contra el ganador del partido previo, al mejor de cinco juegos. Quien ganaba permanecía en la pista, y a quien perdía no le quedaba más remedio que ponerse de nuevo a la cola. Aunque no siempre estaba tan clara la dinámica. A veces había discusiones por bolas dudosas, discrepancias en la interpretación del reglamento, o mala memoria para llevar el tanteo. Pero lo cierto es que, dejando a un lado esos detalles, cada vez conseguía aguantar más partidos seguidos en la pista. 

Junto a la red habían colocado una silla de juez. Uno podía sentarse allí y contemplar todo desde un par de metros de altura. Muchos esperaban su turno para jugar sentados ahí arriba. Yo nunca quise subirme. De algún modo ya había estado ahí, cómodamente sentado mientras las cosas interesantes pasaban en alguna otra parte. Lo que de verdad me motivaba ahora era estar pisando el terreno donde la acción tenía lugar. Mi rutina de cada tarde consistía en ser imbatible, en defender mi trozo de pista como si el terreno sobre el que corría se fuese a resquebrajar si la pelota botaba más de una vez sobre él, como si la raqueta fuese una herramienta que me permitiese tener en control de la situación. Y cada vez se me daba mejor.

Pero entonces la bomba informativa explotó. Se descubrió que el suelo sobre el que se habían construido las pistas estaba contaminado. Unas grietas en el terreno habían expulsado una rara sustancia que llevaba años oculta en las entrañas de la tierra. Los análisis a los que fue sometida arrojaron resultados contundentes: aquello era algo muy, muy tóxico. Y una investigación sobre las actuaciones llevadas a cabo en el pasado por la fábrica de pesticidas, con sede en nuestro querido pueblo, concluyó que esas actuaciones habían sido el equivalente a escala industrial de esconder la suciedad debajo de la alfombra. Los habitantes del barrio habíamos estado años expuestos a aquella ponzoña. Todo el mundo se indignó: padres, vecinos, profesores, carteros, tenderos, jardineros… ¿Y los políticos? En fin, ellos más bien se hicieron los indignados.

Total, que se cerraron las pistas de tenis y el resto del área de recreo. Acordonaron la zona, y empezaron unas obras nuevas para recoger la tierra tóxica y guardarla en recintos herméticos. El nombre de nuestro pueblo estaba en boca de presentadores de telediarios y locutores de radio. Las reuniones en la asociación de vecinos se sucedían. Médicos, toxicólogos y abogados acudían a impartir charlas y a asesorar al pueblo indefenso. Era el apocalipsis desatado en el extrarradio.

Yo contemplaba todo aquel alboroto que se había formado en el barrio, todo el jaleo y el torbellino de incertidumbre a mi alrededor, mientras permanecía de nuevo inmóvil, de nuevo alejado de donde estaban pasando las cosas. Y es que, ¿qué otra cosa iba a encontrar ahora que se me diese tan bien como el tenis?

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