
De una mañana luminosa, el paisaje asombrosamente arcádico y marino que se divisaba desde el hostal que sólo me tenía a mí como huésped en ese invierno, había evolucionado al de una tarde con mar, cielo y tierra color navío de guerra; el viento empezaba a sonar, todavía no muy fuerte, en un introito para una tormenta brusca y catedralicia. El dueño se apresuraba cerrando los postigos de las ventanas del salón de abajo, cuando me señaló a los hombres que hacía rato se afananaban en amarrar los barcos en el puerto a resguardo, congregándose con más gente en la cala del mínimo pueblo pesquero, de los muchos que viven más bien del turismo que otra cosa. Un pequeño grupo señalaba y gesticulaba en dirección a las rompientes.
-¿En el espigón? -Sí, se lo ha llevado un golpe de mar cuando pescaba. El espigón era la prolongación en hormigón de un rompeolas natural, conformador geológico de la cala sobre la que se hallaba la terraza. Me daba cierto vértigo y más tras tanto anís del lugar, al que me estaba
aficionando, por la melancolía, la monotonía y la traducción que no lograba terminar nunca, pese a que había venido a ambientarme. Esa tarde estaba muy ambientado ya.
El dueño del hostal se sujetaba contra el barandal junto con otra gente más que había subido. Llamé a urgencias por el móvil. El mar se agitaba, grueso y amenazador. De súbito surgieron en la superficie verdosa unas cabezas con melenas atigradas en dorado y negro, de rojas, oscuras y complicadas trenzas también; como si fueran nadadoras de sincronizada. Elevaron al niño delicada y seguramente, con amplios movimientos que parecían dominar las aguas. Cuando se acercaron a la cala comprendí que eran criaturas inhumanas y extrañas, supe que eran sirenas las que depositaban el cuerpo del chaval con delicadeza ceremonial en la orilla calma, de
donde lo recogió su madre ayudada por otras mujeres.
Sucedió deprisa: el hombre más viejo y de aspecto recio, aunque llevara bastón, que había estado a mi lado sin decir palabra poco antes en el barandal, sacó un cuchillo de pescador y rebanó una punta del meñique al chico. Al momento le restañaron el terrible corte, aullaba, y le
dieron, precisamente, anís con agua. Un hombre joven, su padre, creo, se parecía, arrojó el trozo de dedo y un peine grande, de acero, al mar. Todos los presentes se pusieron a ulular, a gritar y finalmente a cantar.
Quise sacar el móvil otra vez por si volvían las sirenas y tomar fotos, pero el mismo viejo me invitó a que se lo diera. Cuando me negué, me dio un tremendo bastonazo en el tobillo, derribándome en el suelo. Examinó el teléfono en busca de tomas y me lo devolvió, sin una palabra.
Bajo la iluminación débil de la única farola en la bajada a la cala, el muchacho medio incorporado y abrigado con una manta, irradiaba un cierto aura, a la vez que parecía crecer. La luz rotatoria y amarilla de la ambulancia me sacó de mi embobamiento dolorido, coloreando con su urgencia una escena parada en repeticiones de siglos.
-¿Quién ha llamado? -El señor. Se ha hecho daño en el pie al bajar de la terraza.
-Se lo voy a tener que vendar. Lo veo mal. Le llevo al puerto grande, al dispensario del pueblo.
El grupo de gente con el niño ya se retiraba. Sólo estaban el viejo y el dueño del hostal. Cojeando, rechacé cualquier ayuda y me subí en el asiento del copiloto, pues la médico había venido sola. En el trayecto iba un poco mareado: sirenas, anís, el tobillo lacerante, la velocidad a la que íbamos entre las dos luces del crepúsculo por una carretera prácticamente sin
señalizar…
-¿Va a vomitar?
-No, no, continúe, he bebido, sí ¡Pero han cortado el dedo a un crío!
Ya. Lo que ha creído ver. Los llaman Los Selectos Mutilados, un mito local. Cuando un niño menor de nueve años se salva del mar, que aquí es muy traicionero, los lugareños prefieren decir que lo han rescatado las sirenas. Y que por eso es un Elegido, alguien con un destino especial entre las demás personas.
¡Yo lo he visto!
Usted huele a anís.
No corra tanto, por favor.
La noche va a ser de tormenta, muy mala para los que estén en el agua. Tengo que curarle y atender enseguida lo que venga, que según los radares, hoy es mucho.
¿Y porqué tiran el dedo y un peine al mar?
Ellas estaban aquí antes. Un pacto. Les gusta nuestra carne. Y peinarse. Disculpe, llegamos al pueblo, voy a poner la sirena.
Extendió el brazo. Le faltaba un buen trozo del dedo meñique. Siguió mi mirada. No se confunda, me lo corté yo misma con el bisturí sajando. Soy zurda y ya ve. Vamos a curar ese tobillo.
Relato de Pedro Miguel Lucía, Ilustración de Lazlo Kovacks