
La ilustración es de Laura Rubio
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—Te tienes que poner bizco, así lo puedes ver mejor.
—No entiendo lo que dices.
—Ya sé que no lo entiendes. Si te pones bizco quizá lo hagas.
—Es que yo… no sé ponerme bizco.
—¡¿Qué?! ¡Oh, no! Sabía que no podías ser perfecto.
—Siento haberte decepcionado así.
—Bueno, intentaré sobrellevarlo de la mejor manera posible. Tienes buen corazón, eres amable, bastante guapo, sabes cocinar, pero… no sabes ponerte bizco. ¡El horror!
La pareja rió como solo los enamorados son capaces de reír. De manera despreocupada y real. Estaban pasando algunos días de verano en un pueblo costero andaluz. La vida era eso. Un calor picante, un vestido vaporoso, el aroma a flores, las paredes encaladas y la piedra desgastada de los viejos camino. En verano el tiempo permanece casi estático, moviéndose con la pereza de un caracol, dándonos tiempo para degustarlo. Los recuerdos de ese tipo de momentos son más completos y se extienden a todos los sentidos. También suelen ser los que más duelen.
Un gato contemplaba a la pareja desde un minúsculo balcón. Ella tenía una leve sonrisa perpetua en las comisuras. Él se sentía terriblemente culpable.
—Oye, no pasa nada por no ponerte bizco. Quería que vieras los lunares de mi vestido por duplicado.
—Suena bastante divertido. Lo siento.
—Más te vale. Es una cosa primordial.
—Lo siento de verdad. No sé por qué…
—Para. No es por lo de los lunares, ¿verdad?
—No.
—Pues entonces no me interesa.
—Deberías estar con otra persona.
—¿Sí? ¿Crees que algún presidente o ilusionista estará soltero?
—Con una persona que pueda estar contigo cada día.
—¿O sería mejor un apicultor? Tienen un nosequé…
—¿En serio esas son tus opciones? ¿Un presidente, un mago o un apicultor?
—No he dicho mago, he dicho ilusionista. Son mucho más elegantes y misteriosos.
—Suena prometedor…
El chico comenzó a marcharse escaleras arriba cabizbajo, pero ella lo detuvo agarrándolo del brazo con suavidad y esa sonrisa perpetua. Él tenía una extraña enfermedad en la sangre. Ambos sabían que su tiempo era limitado, pero, para ella, eso carecía de importancia. No elegimos de quién nos enamoramos, solo podemos amar sin cortapisas durante todo el tiempo del que dispongamos.
En un oscuro sótano, rodeado de utensilios y pecados, Morrocotudo Johnson despertó. Se sentía tremendamente débil. Lo habían desangrado hasta la muerte y ahora tendría que dar caza al maníaco del Dr. Renoir. A pesar de notar su cuerpo desfallecer, sus recuerdos de verano era lo que más le dolía. Entre la mugre, el instrumental oxidado y las luces viejas, Morrocotudo se enroscó sobre sí mismo y lloró. Hay caminos que siempre lamentaremos haber tomado.
Maldijo la magia por centésima vez y se concentró en recuperarse tan rápido como pudiera. Había trabajo que hacer.
Nota del autor: Podéis leer toda la saga de «Morrocotudo Johnson» Justo AQUÍ
¡Feliz lectura!
¡¡Queremos un libro de Morrocotudo!!
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